¿Sigue siendo bello vivir?

Viene siendo ya una convención reponer en la tele por navidades el filme de Frank Capra "Qué bello es vivir". Este año , favorecido por la cena familiar que acabó temprano, sin nada mejor  que hacer me sumergí en la epopeya del hombre honrado que postula la película. Con el drama de George Bailey muchos nos sentimos identificados, o cuando menos despierta nuestra solidaridad. Partes de nuestra biografía coinciden con su trayectoria, una trayectoria plagada de renuncias, de sacrificios, pero donde también gracias a ese ascesis se alcanza quizá la recompensa más valiosa, acaso el fruto más fundamental para nuestra alma: el amor de nuestros semejantes.
Confieso que las películas de Capra jugaron un papel extraordinario durante mi formación. Su tabla de valores coincidía plenamente con los ya arraigados por una larga educación cristiana. En sus películas Capra habla sobre todo del corazón del hombre, de las firmes raíces en donde se asientan los pilares de la conciencia americana, y por extensión de todo el occidente. Moral asentada en los valores cristianos de libertad, solidaridad y justicia.
¿Es la historia de George Bailey el recuerdo de un hombre ya periclitado? ¿Están desfasados sus planteamientos éticos? ¡Cabría preguntar a nuestros corazones! No desmiento en mi caso que las últimas secuencias del filme me siguen conmoviendo, denunciando que nuestra sensibilidad permanece viva bajo el endurecido caparazón de autodefensa y que aún quedan lágrimas secretas
en el intrincado seno del  corazón.

Mediterráneo de Juliá, para Serrat

"Yo que en mi piel guardo 
el sabor amargo del llanto eterno,
que han vertido en ti cien pueblos
de  Algeciras a Estambul..."


He bajado, Mediterráneo, hasta tu playa.
Tu mar estaba calma
en la mañana radiante.
La tersura de su cielo
presagiaba lo inefable.
Apartando de mi ser el frío velo,
pude sentir tu latido entrañable.
Pronto presentí en las venas
tu corriente de espumas y sal,
mientras diluías mis penas
y borrabas de mi horizonte el mal.
Te recordé como la fuente
juvenil de mis ensueños,
cuando, prófugo de clase, para verte,
acudía a tus orillas  con empeño.
No me importaba el futuro ni la escuela,
solo me bastaba contemplar
sobre tu azur una vela
y conjugar el verbo amar
sobre aquel retrato de niña
que guardaba en la cartera.
No es extraño que tu borde ciña
la cintura de mi tierra levantina,
donde la vida se apura y se venera,
y la luz derrocha, y festeja el campo
su sed de tormenta y primavera.
Corto es tu vocablo, pero vasto
su contenido y desmesura,
breve sílaba que abarca
la bonanza y la bravura,
recreo para el civil,
para el marino singladura.
Siempre destaca en tu acuarela
la pincelada de añil,
el triángulo de la vela
sobre la embarcación de carmín,
las nubes largas, deshilachadas
por donde filtran dorados rayos.
Viejas hazañas, ya desechadas,
pueblan la leyenda de tus muchos años,
surcos de gestas y de batallas,
ecos de naufragios y de sirenas,
glorias contadas y muchas penas
cumplen tu crónica, Mediterráneo.

Viento del Este, Viento del Oeste...

En los inicios de mi juventud como lector era primordialmente adicto a los libros de la colección Reno, de la editorial Plaza y Janés. Esta fidelidad se mantuvo hasta que dejaron de editarse. La razón principal de tal predilección seguramente era de índole económica, pues su precio se acomodaba como ningún otro al austero bolsillo de un joven, amén de que mis exigencias como lector por entonces eran de lo más normalito. Por medio de esta colección llegaron hasta mí libros de lo más diverso. De entonces guardo en mi biblioteca algún que otro ejemplar. La magistral Cumbres Borrascosas, por ejemplo, la cual me niego a leer en una versión diferente, pues considero que en este tipo de ejemplar popular es en donde hubiera querido Emily Brontë ver divulgada su novela. A través de Reno, descubrí a Thomas Mann, del que guardo los dos viejos tomitos de Los Budenbrook. Mas tarde abordé esa lectura incomparable de la novela que me resulta más afín, La Montaña Mágica, en la excelente traducción de Mario Verdaguer. Con Reno a su vez, me acerqué a algunos escritores más modernos, como Jean Larteguy, de quien devoré su trilogía bélica, cuya enseñanza no estoy seguro de que fuese recomendable. Recuerdo que por mis manos pasó alguna novela de Somerset-Maughan, Soberbia, y El Hombre de Kiev,  de Bernard Malamud .
En aquella época de formación, mi apetito de lector se acompañaba de algunos prejuicios. Rehuía un tanto la lectura de autores españoles, a excepción de los clásicos cuyas obras juzgaba indispensables, y abrigaba grandes recelos hacia la literatura escrita por mujeres. No fueron pocas la féminas que vieron publicada su obra en Reno, Daphne du Maurier, Vicki Baum, Pearl S. Buck, etc... Confieso no haber leído a  ninguna, de lo cual hoy me arrepiento. No obstante, para remediar esta carencia al fin he conseguido, tras una larga búsqueda, el ejemplar de una de ellas, cuya tentación ha pervivido a través de los años. Se trata de Viento del Este, Viento  del Oeste, de Pearl S. Buck. Podia haberlo adquirido en la versión de otras editoriales, pero esperé hasta encontrar el modesto ejemplar de Reno. Últimamente, me tienta la lectura de esta escritora norteamericana que afirmó su raíces en China. Fue galardonada con el premio Nobel y su obra se muestra variada y extensa. Fue Pulitzer con La Buena Tierra y sus libros tuvieron una aceptable difusión mundial. En Reno, se publicó un buen número de sus novelas, bastante bien acogidas por un público mayormente femenino. Pero relegado este prejuicio, por fin me he adentrado en ese mundo oriental de Pearl S. Buck, en esa China ya casi legendaria, donde aún estaba pendiente la revolución maoísta y la contemporánea globalización. He leído los primeros capítulos de Viento del Este, Viento del Oeste y confieso que la escritora norteamericana subyuga desde las primeras lineas. Se acerca a ese exótico universo con respeto y delicadeza, como requiere la pintura oriental de impresiones evanescentes. Nos abre un mundo hoy fugitivo en el que prevalecen otras coordenadas. Admira cómo desde el esquema occidental se puede interpretar el fondo de una cultura de raíces tan antagónicas. La China de Buck es esa que siempre habríamos ensoñado, y la escritora nos la desmenuza con el buen sentido y pulso poético que merece un mundo que implantó su atávica huella en el corazón de alguien que amó esa civilización, lírica y trágica como en el Turandot de Puccini, en un contraste genuino de valores.

Amargo sufrir

Amargo sufrir
Amargo es el sufrir
por el ser querido,
ver cómo su tiempo
se te deshace entre las manos,
cómo un día dejará
de exhalar su aliento,
cómo la muerte ahonda
paso a paso su precipicio
y en su rostro  por momentos
se dibuja la máscara
rígida del postrer gesto.
Y nada puedo hacer por rescatarte,
por devolverte esa plenitud
de la que el destino te privó.
Hoy solo puedo repetir:
¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!
La quiero de corazón.

Reivindicación de Gluck

La historia de la música me estaba hurtando un nombre. Este tipo de historias concebidas no se sabe a ciencia cierta sobre qué criterios, suelen trazar más bien a capricho el índice de su Olimpo particular. Al neófito que acude a una enseñanza somera y superficial de la música no le debe extrañar lo que le cuente cualquier maestrillo de titulación dudosa. En la historia elemental de la música que llegó a mi conocimiento, el gran ciclo se iniciaba en el barroco con las figuras capitales de Bach y Haendel, y pasaba sin nada más a reseñar al clasicismo de Morazt y Haydn. Obviamente, nada tenemos en contra de que semejantes colosos encabecen el patriciado de la música, pero habría que advertir que en ese intervalo se inmiscuye una figura esencial en la historia del arte de Euterpe, sin la cual el desarrollo de la opera no hubiera conocido su moderna concepción y su dignidad más venerada. Pues sí, ese eslabón perdido no es ni más ni menos que Christoph Willibald Gluck, el hombre que devolvió a la ópera la pureza originaria y la impregnó con el pathos de la antigua tragedia. Sin su música, no hubiera existido Il Don Giovanni de Mozart ni acaso Wagner hubiera podido consolidar su drama musical. La significación de Gluck en la música es tan notoria, que resulta inverosímil pasar ante su figura sin consideración alguna y como de carrerilla. La conciencia operística pomposa que ha creado una mitomanía de equívocos oropeles y solo se complace en el brillo efímero del abalorio, debería reconocer la veta de noble metal del que surgieron composiciones de la más acendrada sinceridad y belleza, tales como Orfeo y Euridice, Alceste o las Ifigenias  . No cabe más ante Gluck que quitarse el sombrero.      

LA PASIÓN DE CRISTO, DE MEL GIBSON

Para mí, como creo que ha ocurrido a otros muchos, La pasión de Cristo, de Mel Gibson, supuso un antes y un después en nuestra trayectoria espiritual. No significó para mí una novedad el acercamiento a la figura de Cristo, pues nací y fui educado en el seno de una congregación evangélica. Pero debido  a mi  escasa constancia y a las influencias externas, exacto es confesar que cuando acudí a ver la película mi fe se había hasta cierto punto debilitado. Cierto que algo me impulsó a acudir al cine nada más estrenarse el film, pues mantengo hacia la figura de Cristo una fidelidad discipular. Puntualizaré que aun en los años cuando la disipación me alejó de sus enseñanzas, se mantuvo latiendo en mi interior la resonancia de su Palabra. Cuando más me hundía en el pecado más pesaba en mi alma la losa de su Verdad.
He de decir que cuando el estreno de la película, yo había regresado al aprisco de la iglesia. Trataba de llevar una vida acorde al dictamen evangélico, pero no puedo negar  la tibieza de mi consagración cristiana. Por eso la película significó un revulsivo. El palo de la dureza de sus imágenes es quizá lo que iba requiriendo nuestra fe adormecida. Viendo en carne  viva la crudeza del sacrificio de Jesús, nuestro endurecido corazón pareció quebrantarse. Ante la vitalidad de una crucifixión sin concesiones, nuestra sensibilidad herida hubo de mirar hacia otra parte. Acudió la congoja a nuestra alma en no pocas secuencias, trasmitida por una iconografía llamada a perdurar.
Sin duda Mel Gibson es de los pocos directores que se han enfrentado al evangelio sin reticencias,
guiado en muchos momentos por el misterio de la Palabra.

A algunos parecerá la película violenta, incluso sádica en algunas escenas, pero ¿acaso no forma eso parte del pecado humano que Jesucristo expió en la cruz? Fue herido por nuestras rebeliones, azotado por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por sus llagas fuimos nosotros sanados...