Sobre libros, replicantes y comida china

Todavía no he discernido si Deckard es un replicante. La cuestión merece ser reflexionada largamente. En una visión primeriza de la película no se duda de la humanidad del Blade runner. A su favor juegan las objeciones de su conciencia, su vulnerabilidad ante los "trabajitos" de Bryant y su riqueza emocional, que se derrumba al reconocer la desmesura a la que se enfrenta. Yo apostaría que la deducción sobre la artificiosidad de Deckard se concibió a posteriori, durante el montaje del film. Las claves sobre su inhumanidad se explican a través del inserto donde el blade runner sueña con el galope de un unicornio, que bien puede ser un añadido que justifique la figurilla de papiroflexia depositada por Gaff, el policía encarnado por Edward James Olmos, en el departamento de Deckard, cuando este decide emprender la fuga con Rachel, aportando otra vuelta de tuerca al film. Un detalle más natural que quizá delate la posibilidad de que Deckard sea un humanoide lo constituye el apego a las fotos familiares que despliega profusamente sobre la consola del piano, buscando en ellas la realidad convencida de un pasado. Pero este detalle acaso solo explique cierta paranoia de policía obsesionado por el carácter de aquellos a quienes persigue y aniquila, quedando como un lastre de incertidumbre en su conciencia. O quizá en ello busque el blade runner esa genuina excelencia biológica que justifique su nefando trabajo de exterminio. Sin la humanidad de Deckard carece de valor su altruismo al escapar con Rachel, demostrando esa capacidad compasiva que solo puede anidar en el hombre verdadero.
Pero algo más me ocupaba en la tarde aparte de estas meditaciones futuristas, pues me tocaba gozar de la libertad del sábado. Durante la semana, me he enfrascado en la pesquisa de facilitarme alguna obra de Sinclair Lewis. Poco sabía de este escritor americano, salvo de que en su novela Elmer Gantry se basó el guión del Fuego y la Palabra. Trato de adquirir la novela por internet pero encuentro que está agotada. Es curioso que cuando uno busca algo interesante on line siempre lo encuentre agotado. Pude conseguir Cárceles de mujeres por unos gastos de envío que superaban con creces el valor del libro. En la librería Raíces he consultado por obras de este autor, pero no me han podido proporcionar ninguna. Algo debe tener Sinclair Lewis, cuando Hermann Hesse lo homenajeó en el personaje de Emil Sinclair, de su novela Demian. Finalmente, salgo de la librería Raíces con un ejemplar de la Carta de una desconocida, de Zweig, bajo el brazo. El librero, con suma cortesía,  me hace una rebaja pues el dichoso librito, segunda edición de editorial juventud, tenía un precio exorbitante. Unas calles más abajo, entro en otra librería de ocasión. Venden dos libros por cinco euros. Depende del libro de que se trate, puede resultar aquello toda una inversión.
Busco obras de Juan Manuel de Prada, que no hallo en los estantes. Abunda el libro basura; solo de forma extraordinaria puede encontrarse algo suculento. No pensaba comprar nada. Ojeo un ejemplar de Onetti: La muerte y la niña/ La novia robada. Leo unas lineas. Me abruma el peso existencial de las palabras. Recuerdo otras lecturas de Onetti. Su universo me fascinaba aunque me dejaba desolado. Hoy preciso de estímulos más positivos, y enfrascarme en el infierno de Juntacadáveres o la Vida breve es algo que ha dejado de tentarme. Me basta con deprimirme con lo mío exactamente. Digo que no iba a comprar, pero en el anaquel de al lado descubro un libro viejo y raro: una novela desconocida de Baltasar Porcel. Nunca he leído a Porcel, aunque lo vi muchas veces entrevistado en televisión. Solo sé de él que jugó un papel inquietante en los últimos años de Josep Plá. La novela se titula Las manzanas de oro. La reseña de contraportada abunda en una retórica tan intrincada que es difícil encontrarla, averiguando tras acabar de leerla que no sabes de que va el libro, aunque se bifurca en un fondo esotérico que es el Grial. Cuando se quiere estimular el ánimo desmayado del lector, siempre se recurre al revulsivo de una panacea como el Grial, bien lo saben los de Planeta. Finalmente, adquiero los libros, el de Porcel y el de Onetti y acabo la tarde en el restaurante chino, donde siempre sirven alguna proteína insustancial acompañada de cuantiosa guarnición. Puedo dar las gracias porque puedo comer lechuga con exquisita fruición; lo de la ternera, los calamares y el pato, ya es otra cosa. La verdad es que uno llega a hastiarse hasta de la comida china, e incluso empiezo a encontrar desbravado el chupito. Los ejemplares de Las máscaras del héroe de De Prada se han agotado en el Corte inglés. Acaso sea cierto su vaticinio agorero sobre el pulso literario en el mercado del libro.

Dejadme escribir en paz

Dejadme escribir en paz
Oigo a Juan Manuel de Prada en un programa cultural de televisión. Presenta un panorama negro sobre la comercialización literaria en nuestros días. Lo que es evidente, es que el desempeño tradicional del escritor ha cambiado sustancialmente. Aquel escritor que vivía de los derechos de autor y de las colaboraciones en prensa ha finiquitado. Hoy la comunicación va por otros derroteros. Para quienes no sabemos manejarnos en el escaparate global de internet, ello constituye todo un jándicap. Pero es igual, porque a lo que no renunciamos es a la literatura, y buscaremos cualquier vía para divulgar nuestro mensaje, ese mensaje que quiere hablar a otros de quiénes somos, de cómo somos, y de por qué somos. Lo esencial en el escritor no es lograr un caché sustancioso, sino revelar a nuestros congéneres ese material del que están hechos nuestros sueños, y lo que vamos descubriendo a través de ese río de nuestra vida; lo que esconden sus meandros y lo que su navegación nos revela. Porque escribir es una forma de vivir; en el desempeño de la tarea literaria nuestra vivencia se hace más intensa, más rica, inalienable.
De joven ningún oficio me resultaba atractivo. Odiaba tanto la oficina del banquero como el taller del mecánico. En mi naufragio como estudiante me aferré a los libros como única tabla de salvación. La lectura era lo único que daba impulso a una realidad decepcionante e insuflaba una esperanza a nuestra trayectoria malograda. Nunca pensé que esta inclinación mía creciera hasta estos momentos actuales insospechados. De niño, mi padre tenía que forzarme para que prestara atención al libro que tenía delante, ya que en mi corazón disputaba el deseo exclusivo de lanzarme a la calle a jugar. Nunca sospeché lo que significarían los libros para mí después, de que en ellos encontraría el lenitivo contra la adversidad, un área sin lindes para la libertad y, en definitiva, ese alimento indispensable para mi espíritu, sin el cual mi vida carecería de finalidad y significado. Quizá nunca veré un libro mio incluido en el "top ten", pero, por lo que más queráis, dejadme escribir en paz.

ITINERARIOS TRAS DE LA MUJER

Partimos de la condición de que siempre fui tímido, por tanto mi relación con la mujer no llegó nunca a ser plena. Seguramente mis primeros escarceos tras de ellas tuvieron lugar en la infancia, durante los juegos con la vecinita. Tal huella se borró pronto en el tiempo, entre las muchas experiencias vividas. Una fecha clave en esta trayectoria la significó cuando una mañana, al levantarme, descubrí que la tesitura de mi voz había cambiado y la bragueta del pijama se había impregnado con una secreción extraña. Desde entonces tales relaciones se complicaron bastante, pues en ellas se había implicado un nuevo elemento: la pasión. La atracción que sentía hacia la mujer entorpecía la naturalidad en las relaciones. Recuerdo que la primera vez que tuve que enfrentarme a una situación íntima ante un grupo exclusivo de mujeres resultó una experiencia ominosa. Ocurrió en el colegio. Había concluido una clase de repaso impartida ocasionalmente en un aula reservada a las chicas. No recuerdo con precisión por qué circunstancia había olvidado mi abrigo en una percha, junto a la pizarra. Cuando llegue al aula, descubrí que en los primeros pupitres se había reunido un grupo de muchachas que hablaban animadamente de sus cosas. Como para recoger mi abrigo tenía que pasar por en medio de ellas a la fuerza, valoré la situación como la de la peor ratonera con que podía tropezarse en ratón despistado. El reconocimiento vergonzante de aquella atracción que no podía de ninguna manera eludir, menoscababa la confianza en mí mismo, sintiéndome empequeñecido ante ellas. En definitiva, me lancé por el abrigo atropelladamente, sin que de mis labios pudiera surgir una excusa amable ni palabra inteligible. Me abrieron paso entre risitas, mientras yo recuperé mi abrigo y, abochornado, abandoné el lugar como buenamente pude, consciente de haber padecido por mi conducta pusilánime la más grave de las vejaciones.
Tardé bastante hasta poder mantener una conversación natural con una mujer, porque el sexo siempre se hallaba por medio. Tal impedimento condicionó que mis primeros amores siempre fueran platónicos. Se iniciaron por una preferencia hacia una niña que visitaba cada día a sus abuelos en el chalet de enfrente, luego por otra que al regresar del colegio pasaba irremediablemente bajo la reja de mi ventana. La esperaba apasionadamente cada tarde, a las cinco, observando tras los cristales con religiosa fidelidad. He de decir que todas eran inmaculadamente rubias y de movimientos gráciles. Esta conducta, tras el paso a la juventud, fue convirtiéndose en norma y degeneró en cultivadas idolatrías por las barwoman de los pubs. Recuerdo una en Barcelona extraordinariamente bella, a la que visitaba devocionalmente, pero sin manifestarle nunca esa admiración, que ella intuía.
Cuando mi condición de hombre se consumó en la carne, fuera mercenaria o enamorada, y pasaron los años y los desengaños, mis pasos recelaron de andar obstinadamente tras de la mujer, aunque éstas nunca dejarán de ser el destino de todo hombre.

Memoria de un paisaje holandés

Aquel fulgor te derribó,
fuiste nada, ceniza en el arroyo,
dolor sin lenitivo,
agonía sin respuesta.
                              El alba
de transparencia esquiva.
Amanece en el espejo del agua,
en la tranquilidad dormida de la piedra,
en la mirada fugitiva
que escudriña un sórdido paisaje holandés.
Aquel fulgor de ascuas
atravesando el cielo,
hiriendo con su rayo
el carbón nebuloso.
Allí, junto a la corriente,
sobre un túmulo asentado
el molino eriza sus aspas;
el resto es un yermo estéril.
Ni tan solo un árbol desnudo
en cuya rama asolada cantara un pajarillo.

Acuarelas levantinas

Un filo de luz,
un almendro de nieve...
una ventana a levante:
el salitre en la liviandad del aire.
Una barca varada,
la mañana desnuda
y toda la mar que aguarda.
El pueblo desparrama
su blanca anatomía
como un rebaño
buscando las aguas
del mar legendario.
Bajo la cúpula azulada,
repica una campana
y un reloj da las horas
de una crónica pausada.
El sol reverbera una mar plateada,
surcan las gaviotas
la transparente mañana,
un trazo de palmera,
sobre el horizonte, una vela,
unas pinceladas de añil,
y hecha la acuarela.
.

Barcelona

Descubrí Barcelona con dieciséis o diecisiete años durante la estancia en un campamento. Por primera vez rompí con la rutina de la vida y por primera vez me enfrenté a una gran ciudad, con inabordables límites, tras cuya incertidumbre se suscitan los sueños. Por entonces, Barcelona era la ciudad española más europeizada, por su cercanía a Francia, por la importancia de su puerto, el primero sin duda en tráfico mercantil y de pasajeros, y por el flujo continuo de foráneos que acudían a ella a través de su aeropuerto internacional. Cuando concluyó aquel corto período vacacional, me fui de Cataluña albergando el deseo de volver algún día a Barcelona. Mis ojos no habían contemplado nada tan grandioso como las Ramblas y la plaza de Cataluña, el paseo de Gracia y la Diagonal; pero ante todo me atraía el grado de libertad que se respiraba al patear sus calles. Por ello, fui incubando esta idea durante los años inmediatos, en los cuales se acrecentó la fascinación por la ciudad. Mi afición literaria la llenó de nombres de escritores y editoriales, Vargas Llosa, García Márquez, Planeta, Seix-Barral, Plaza y Janés, Bruguera. Como me tentaba descollar en el mundo de las letras, un buen día decidí seguir la estela de estos pioneros y labrarme allí mismo mi "boom". Me planté en Barcelona, dejando sin duda desolados a mis padres, y encontré acomodo en el piso de un amigo que estudiaba en la universidad. Yo ya no estudiaba: araganeaba, fumaba compulsivamente, leía cuanto caía en mis manos, escribía escuetos borradores, trabajaba esporádicamente velando por mi manutención, sin encontrar nada estable, y soñaba con la gloria literaria. De aquel tiempo, no lo recuerdo con precisión, pero me place creerlo, datan mis lecturas de la Ciudad y los perros, y del primer Thomas Mann, cuyos dos tomos de Reno de La Montaña Mágica envidié en la biblioteca de un conocido; por entonces seguramente también releí Crimen y Castigo y diversas obras de Dostoyevski, además de una lista tan prolija de títulos y autores tan heterogéneos que incluía hasta Boris Vian y cierta literatura soviética, Lenín, Troski, Rosa Luxemburg, cuya lectura me facilitaban los compañeros de piso, tratando de ganar prosélitos para sus inclinaciones clandestinas.
La Barcelona que yo conocí fue seguramente precaria, una Barcelona de supervivencia, con un centro urbano que yo visitaba cada fin de semana, remontando arriba y abajo las Ramblas, frecuentando las tabernas de la Plaza Real, infiltrándome en las calles angostas del barrio chino o el gótico, degustando algunas tapas en las tabernas de la Barceloneta, recobrando pasados lirismos en la ciudadela y teniendo siempre presente la fachada de la estación de Francia y un retorno repentino y fracasado al mediocre nido en Alicante. Recuerdo también ese ómnibus madrugador que recorría Barcelona de punta a punta, para llegar a tiempo de coger el cercanías que te conducía hasta el perímetro industrial donde, como temporero, te ganabas el día a día batallando con una plantilla de charnegos.
Ya en los últimos meses en Barcelona, me descubro en un ático próximo a Sans escuchando a comienzos de agosto el Festival de Bayreuth, asunto que solía soliviantar y no poco a mis comprometidos coinquilinos. Era como mentar la soga en casa del ahorcado. No sé si permaneciendo en Barcelona hubiera llegado a encontrarme entre los diez libros más vendidos del Corte inglés, mi vida hubiera prosperado y el destino hubiera sido otro, pero la perdida de un empleo provisional en una fábrica de San Adrián del Besós, desavenencias más personales que ideológicas con mis compañeros de piso, más las cosas del amor, que nunca estuvieron claras (me enamoraba de mujeres inalcanzables con las que nunca tenía "chance") recomendaron la vuelta a Alicante. Desde entonces Barcelona perdió brillo para mí, y hoy por hoy, siempre que me escapo, opto por Madrid. Sentí nostalgia cuando Vargas Llosa, en la arenga de la manifestación multitudinaria en pro de la españolidad de Cataluña, recordó aquella Barcelona cosmopolita, aquella que cumplió los sueños de muchos, menos el mío, que no pudo ser.

LADRÓN DE BICICLETAS, DE DE SICA

He vuelto a ver al cabo de los años Ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica. Como en aquella pasada ocasión me ha vuelto a parecer un documento estremecedor de la Italia de posguerra. A más de Italia, yo añadiría de todo el contorno mediterráneo. Recuerdo que la precariedad material que viví en mi infancia no distaba mucho de la que se describe en la película. Cuando entramos en la casa de Antonio Ricci me parece estar viendo una descripción de lo que en lineas generales constituía mi hogar, con su mobiliario escaso y pobre, con esa cruz  de madera negra presidiendo la cama de mis padres, con mi madre empeñada en coladas interminables, con esa lucha sin cuartel por la vida que evidenciaba mi padre cada noche, cuando regresaba con la fiambrera envuelta en una talega, tras haber permanecido de sol a sol en el puesto de trabajo. Esa casa austera, sometida a los rigores de los tiempos, por la que había que pelear en ese ambiente hostil de las calles. La vida de Italia y España no se diferenciaban aunque allí reinase una democracia impuesta y en España el general Franco. La lucha por la supervivencia, esa ascesis cotidiana del pobre, envolvía la vida de latente desesperación, desesperación por la rudeza del ambiente y desesperación ante la incertidumbre del futuro.
No sé si el neorrealismo se inició con Rosellini, con De Sica o con Visconti, pero es seguro que con Ladrón de bicicletas alcanza su máximo exponente. De Sica fue un autor de filmografia desigual, pues aparte de esta obra maestra y la excelente el General della Rovere, menudeó la comedia comercial del brazo de Sofia Loren. Pero sin duda Ladrón de bicicletas ha quedado para la historia
como una obra de arte estremecedora donde la vida fluye en toda su dolorosa dimensión. Consta que su autenticidad fue pormenorizadamente elaborada por sus nada menos que cinco guionistas, de cuyo material De Sica supo extraer esa sustancia que nos habla de unos tiempos inciertos y de la vicisitud descarnada del pobre. Ladrón de bicicletas es una de esas películas a las que por respeto y rubor frente al rostro de la necesidad, no te llama a verla una y otra vez como fuente placentera de entretenimiento.

Che Guevara

Se recuerda por estos días en Cuba y Bolivia los 50 años de la muerte de Ernesto "Che" Guevara, cuya figura se ha vuelto legendaria y por tanto difícil de enjuiciar. Quién fue el verdadero "Che" y cuáles eran sus motivaciones últimas entra en el terreno de la conjetura. Para el régimen cubano es su héroe intachable, para la oposición, un peligroso fanático con inclinaciones no del todo transparentes. En una reciente entrevista a su hermano, se nos recordaba cómo en algunas zonas de Bolivia se venera su recuerdo como el de un santón. Su propio hermano ofrece sus reparos ante semejante desmesura. Pero es que la figura del "Che" escapa al rigor histórico y se desarrolla ya en lo mitológico.
El "Che" fue uno de los paladines de la revolución cubana, que en parte triunfó en virtud a sus cualidades político militares. Sin duda, la toma de Santa Clara, que supuso el último escollo para el triunfo de la revolución, se perfila como su mejor hazaña como estratego. Porque el "Che" entre sus muchas facetas se descubre como un teórico de la táctica guerrera. Su opúsculo sobre la guerra de guerrillas se difundió ampliamente. La figura de Guevara hubiera sido otra, pareja a un Aquiles de la modernidad, de haber acabado todo en Santa Clara. Pero tras el triunfo de la revolución y la instauración del nuevo orden se ciernen confusas sombras que vienen a enturbiar su reputación. Sus acérrimos tratan de quitar hierro a semejante mácula por medio de convenientes atenuantes.
Lo cierto es que tras toda victoria conseguida por las armas sobreviene el tiempo de la revancha, de qué hacer con los vencidos, cuya supervivencia puede representar un peligro futuro para la consolidación política y duradera del régimen instaurado. Todo parece apuntar a que a Guevara le tocó hacer el trabajo sucio. El caso es que en toda figura histórica que ha detentado el poder, tras la brillantez del triunfo amenaza la realidad de ese Jano inherente a nuestra condición humana. Pues la mayoría de hombres son capaces de los mejor y lo peor.Todos querrían ver a ese "Che" heroico en sus días de la sierra Maestra, cuando un puñado de hombres idealistas desafiaron a un ejército regular y bien vertebrado. Aquella gesta mantiene una resonancia imperecedera, pues significa la determinación del débil en lucha contra la opresión, del menoscabado que se levanta contra la injusticia. Fueron nobles ideales, que se tambalearon ante las exigencias de la historia, la cual demanda respuestas pragmáticas para cada uno de sus momentos. Y no está en manos de todos los políticos el satisfacerlas. La pequeña isla que desafió al imperio no pudo con tantos años de autárquico aislacionismo.
Sí, Santa Clara fue su apoteosis, fue el momento culminante para el que la historia le había elegido.
Porque en su quehacer institucional como gobernante, su figura se confundió en la controversia.
El Congo y Bolivia sólo significaron dos estaciones de peaje en transcurso hacia su destino irrevocable. Un destino que, seguramente, Guevara intuía, reconociendo el suyo un sueño inalcanzable. Y fue con la muerte con lo que recobró esplendor su figura y se revalorizó su cruzada utópica. No vivió Guevara para ver la debacle comunista al final del siglo, pues su paso, como el de todo gran hombre, fue el del meteoro fugaz escogido para alumbrar las tinieblas de una época.
¿ Idealista o un aventurero? Tal vez una suma de los dos. Icono indiscutible de la segunda mitad del sigloXX, su controvertida peripecia sirve de guía para algunos jóvenes de hoy, carentes de ideales, que encuentra en él esa imagen inestimable que nunca podrán alcanzar. Cuando yo nací,
Guevara combatía como un león en las selvas de la sierra Maestra. Bueno es reconocer que habían hombres descontentos que buscaban establecer un orden más equitativo en la tierra. Su fin era encomiable, pero no sabemos si sus medios eran los más acertados y honestos para lograrlo.

La Fenice de Venecia

La pasada semana compré los cedés de la ópera Tancredi, de Rossini. Durante mucho tiempo decliné hacerlo porque de las ofertas habidas hasta ese momento no me convencía su alto precio, y porque el estilo rossiniano pecaba de reiterativo. Lo compré, por tanto, porque hacia tiempo que no escuchaba nada de Rossini, el precio era módico y, sobre todo, porque se trataba de una interpretación grabada en la misma Fenice, de Venecia, por un reparto encabezado por Marilyn Horne. La Horne era una contralto potente, y la ópera resonaría de forma especial en la formidable acústica de la Fenice.
Por dos veces he tenido oportunidad de visitar el teatro de la Fenice; por desgracia nunca durante una representación operistica. No recuerdo si fue en la ultima ocasión cuando coincidí con el ensayo de una orquesta cuya calidad sonora era formidable. Acostumbrado a los escenarios de Alicante, la magia acústica que gestaba La Fenice me cautivó por entero.
La Fenice comparte con muchos teatros de Italia la sencillez de su fachada principal. En anteriores visitas, coincidentes las primeras con su restauración después del devastador incendio, no tuve ocasión de admirar su incomparable belleza. De cómo fue en el pasado nos queda el documento que filmó Visconti para su película Senso, donde escenifica la vicisitud de su esplendor decimonónico, con esa Venecia en vísperas del Risorgimento. Siguiendo a la condesa Serpieri, se nos abre ese episodio fascinante de la historia de Italia, con una Fenice invadida por una lluvia tricolor de soflamas independentistas diluviando sobre las invasoras tropas austriacas que ocupan el patio de butacas. Allí se producirá en desafío entre el teniente Malher y el primo de la condesa, que nos involucra en el meollo de la trama.
Aquella Fenice, desde luego, es insustituible, pero el teatro, a lo largo de su historia, sufrió varios incendios de los que, como el ave fénix, resurgió. La última restauración hay que reconocer que es exquisita, se tiene la misma sensación que antaño: la de encontrarse como en una bombonera. Tal es su sofisticada decoración, la delicadeza  de sus pinturas, la tonalidad rosada que le ofrece una femineidad dispuesta a enamorar; en cada uno de los detalles es admirable, y como ya dijimos cuenta con un escenario con una de la mejores acústicas del mundo. Para cualquiera que recala en Venecia, es de recibo visitarla. Y cuando te encamines por la alfombra buscando el interior de su maravilloso anfiteatro, echa un vistazo, aunque sea de reojo, a ese retrato fascinante de la no menos fascinante Maria Callas; ella dio a La Fenice memorables momentos de gloria, y la revistió de ese glamour que aún puede respirarse en su ambiente.

Picasso, el caníbal

Leo en unas recientes manifestaciones de Albert Boadella que Picasso es un camelo. Al parecer el dramaturgo catalán prepara un ópera sobre el pintor Malagueño. Boadella se expresa de esta manera porque siempre va con él el ánimo de provocar. Porque arremeter contra Picasso hoy día pasa por ser una provocación; de tal manera se ha mitificado su figura. Se lo ha consagrado con el apelativo de genio, y cualquier esfuerzo por apearlo del pedestal resulta inútil. Boadella menosprecia el valor del Guernica y coincido con él en cuanto a que el valor real de la pintura se circunscribe a su dimensión testimonial.  El dramaturgo lo califica de grafiti , y no se puede negar que su propuesta estética es comparable. Lo cierto es que se pintó en una época en que el arte iba despojándose de las viejas certidumbres naturalistas. Picasso no hizo más que prolongar las reconsideraciones de los impresionistas. Por el camino de Cezanne vino el cubismo, tendencia a la que se adhirió Picasso, con un resultado no más óptimo que el de Braque, y de todo punto menos sugestivo que el de Gris. Porque el cubismo de Gris tiene espíritu, personalidad, belleza cromática. Los cuadros de Picasso en este estilo se muestras áridos, tediosos, sin vitalidad. Pero el cubismo puro no pasó de ser una transición en su voracidad ecléctica. El expresinismo del Guernica fue acaso una manera que remedó de Klee. Pero la crítica sicológica en Picasso deviene caricatura; tal es el tratamiento que su pintura da a lo figurativo. En esto no avanzó más que Lautrec. Podríamos salvar sus series azules y rosas, pero aún ahí su originalidad es discutible. ¿Que legó, pues, Picasso al arte, además de su voracidad destructiva? ¿Acaso intuyó desde su buhardilla parisina que la consagración honesta a la pintura no le depararía más que estrecheces e indiferencia? Por su biografía sabemos de sus inclinaciones "caníbales", ¿no entraría también entre sus planes fagocitar lo que restaba de la escuálida carroña del arte?

Lío en los grandes almacenes

Como algunos domingos, entro en unos almacenes del libro. A las puertas, me recibe una foto al natural de Kent Follet, recordándome que aun la prosa se somete a las exigencias de mercado. Ya dentro, ante mis ojos se levanta un monolito erigido con el ladrillo celuloso de la última novela del escritor británico, apilado como a propósito para despertar la piedad consumista del ciudadano. Porque ya sabemos que ciertas literaturas se han entregado en manos del primordial dios de las sociedades capitalistas: el consumo. Poco más allá, otra foto, esta vez de Almudena Grandes, promocionando su último trabajo, nos incomoda como una presencia indiscreta. Conforme nos acercamos a ella, sus ojos no paran de observarnos, hasta escarbar en nuestra última incertidumbre. De joven, Almudena nos quiso poner cachondos con eso de Las edades de Lulú; hoy parece esmerarse en requerir nuestra sumisión a lo políticamente correcto. No soy lector asiduo de novela erótica; presumo que el  terreno erótico es más sensorial que intelectivo; el matiz de la palabra sólo lo lubrica el morbo imaginativo; es como comer el bocadillo sin embutido. Vargas Llosa lo alimentó en el Elogio de la madrastra. He de admitir que la última lectura que acrecentó mi celo rijoso fue  Confesiones del estafador Felix Krull, de Thomas Mann. Casi al final de la novela se concita un episodio de elevada lubricidad. No comment.
En el almacén hay que andar con siete ojos para no tropezar con algún best-seller apilado y provocar un cataclismo monumental. Recorriendo el pasillo, me adentro hasta las secciones que recaban mayor interés: la historia, la filosofía, la novela, y entre ésta, la clásica. Mi formación se debe a la misma, en la cual siempre resta alguna novedad que ha sorteado nuestras décadas de lector. Siempre queda algún Dickens, algún Balzac, algún James, algo del dilatado ciclo de Proust, que requiera nuestra atención. Pero la verdad es que había entrado a los almacenes sólo a fisgonear, ya que en la mañana adquirí en el rastrillo dominical del ayuntamiento una selección de obras de Ganivet, editada por Aguilar, junto a un ensayo erudito de D´Ors por veinte euros, y mi celo coleccionista no alcanza la desmesura de un Luis Alberto de Cuenca. Hay quien se distrae en el Fútbol, en los prostíbulos o el bingo, yo lo hago mirando libros. Semejante trajín distrae mi mente, y relaja o dispara mi imaginación. Y un setenta por ciento de nuestra vida es eso. En los anaqueles no he encontrado títulos inesperados que despertaran mis apetitos; solo alguno que ya poseo en mi biblioteca, en una edición distinta. Realmente, en especial sólo me han tentado unos cedés de la sección de clásicos, la Ifigenia en Táuride de Gluk, en una edición económica de la Scala, dirigida por Muti. Me intriga la música escogida por el compositor para reverdecer la vieja tragedia, que en su origen ya contó con partitura propia. Finalmente, renuncio a comprar los discos. Regreso al departamento de librería y me pierdo en los estantes superfluos de novela negra, fantástica, terrorífica y romántica. Un cocktel formidable. En el estante dedicado a lo fantástico y la ciencia ficción, destaca la novela de Philip.K. Dick, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Ya la adquirí en la feria del libro de ocasión por cuatro chavos. Todavía no la he leído, pero he visto Blade Runner numerosas veces. Seguí por youTube el coloquio sobre la película en Qué grande es el cine. Y afirmaría que a día de hoy una de la preocupaciones que me contrarían es dirimir si Deckard es o no un "replicante". Me conforta creer que no lo es, pero...¿y si lo fuera? Colmaría nuestras divagaciones de desesperado pesimismo.