ESTACIÓN TÉRMINO

Estación Término, hasta ti llegan los últimos trenes de la tarde, difusos en el crepúsculo como meteoros, deslizándose sobre los raíles como rayos de ilusión. Con impaciencia se los espera, porque quizá de ellos descienda ese viajero que cada tarde aguardamos, en cuyo reencuentro deseamos que desaparecerán la incertidumbre y la melancolía que nos invade a la caída del sol menguante. Quizá a quien aguardamos sea aquel cuarentón del sombrero de alas, prenda que sólo utiliza en los periplos vacacionales, como distintivo infrecuente que lo rescata de los restantes once meses de rutina. El hombre es de estatura mediana, moreno, castaño acaso, en su mano izquierda humea un cigarro, uno de esos cigarros escogidos que suelen fumar quienes todavía encuentran placer en el tabaco. Con su otro brazo arrastra una maleta voluminosa, flamante. El viajero es un hombre de postín, uno de esos que siempre encuentran a alguien esperándolo en las estaciones. Mientras el hombre avanza por el vestíbulo, cruzándose con usuarios que vienen y van, como buscando la puntualidad de un sueño, la megafonía anuncia el movimiento de los próximos trenes: El AVE hacia Madrid, el Euromet que arribará desde Barcelona, los cercanías para Murcia y Villena.
En la estación reina una dinámica vitalidad; se tropieza uno con caras sonrientes, unas que retornan de unas vacaciones bien empleadas, otras que parten hacia su veraneo, convencidas tal vez de descubrir ese edén que todos llevamos dentro, donde recuperaremos la libertad y la inocencia. Es un sueño que a los hombres no nos abandona. Hubieron algunos como Gaugin que creyeron en tal mito fervientemente. Viajar es como huir de uno mismo para encontrarse con otro, con un ser irreal que maduramos en nuestro espíritu, hijo de la fábula y la sorpresa. Cuando partimos en el tren nos sumergimos en el tiempo, en lo azaroso, nos embebemos de paisaje y de añoranza. Quizá en su trayecto el tren se ha detenido en esa parada donde debimos apearnos, en esa precisa ciudad donde acaso nuestra vida hubiese sido más feliz; pero nos decidimos a proseguir viaje persiguiendo los infinitos raíles que convergen en la lontananza. Nuestro corazón anhela la utopía, pero nuestros pasos ya están habituados a las hechuras de la costumbre. Veremos cumplirse esta consideración cuando el tren llegue a Atocha. Pero mientras tanto preferimos esperar en el punto de partida, apoltronados en las butacas del vestíbulo de la estación, observando a esos viajeros apresurados que parecen convencidos de que su destino los ubicará en alguna parte, porque cuentan con una razón para la vida, un designio y una desesperación. El tiempo fluye en el reloj de la estación como una blanda longitud sin bordes, y en su espiral se agolpan todos los seres desorientados en nuestro itinerario estéril y sin coordenadas. Nos identificamos con la estación porque en ella reconocemos la única condición del hombre: el tránsito.
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Francisco Juliá

Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.

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