¿Sigue siendo bello vivir?

Viene siendo ya una convención reponer en la tele por navidades el filme de Frank Capra "Qué bello es vivir". Este año , favorecido por la cena familiar que acabó temprano, sin nada mejor  que hacer me sumergí en la epopeya del hombre honrado que postula la película. Con el drama de George Bailey muchos nos sentimos identificados, o cuando menos despierta nuestra solidaridad. Partes de nuestra biografía coinciden con su trayectoria, una trayectoria plagada de renuncias, de sacrificios, pero donde también gracias a ese ascesis se alcanza quizá la recompensa más valiosa, acaso el fruto más fundamental para nuestra alma: el amor de nuestros semejantes.
Confieso que las películas de Capra jugaron un papel extraordinario durante mi formación. Su tabla de valores coincidía plenamente con los ya arraigados por una larga educación cristiana. En sus películas Capra habla sobre todo del corazón del hombre, de las firmes raíces en donde se asientan los pilares de la conciencia americana, y por extensión de todo el occidente. Moral asentada en los valores cristianos de libertad, solidaridad y justicia.
¿Es la historia de George Bailey el recuerdo de un hombre ya periclitado? ¿Están desfasados sus planteamientos éticos? ¡Cabría preguntar a nuestros corazones! No desmiento en mi caso que las últimas secuencias del filme me siguen conmoviendo, denunciando que nuestra sensibilidad permanece viva bajo el endurecido caparazón de autodefensa y que aún quedan lágrimas secretas
en el intrincado seno del  corazón.

Mediterráneo de Juliá, para Serrat

"Yo que en mi piel guardo 
el sabor amargo del llanto eterno,
que han vertido en ti cien pueblos
de  Algeciras a Estambul..."


He bajado, Mediterráneo, hasta tu playa.
Tu mar estaba calma
en la mañana radiante.
La tersura de su cielo
presagiaba lo inefable.
Apartando de mi ser el frío velo,
pude sentir tu latido entrañable.
Pronto presentí en las venas
tu corriente de espumas y sal,
mientras diluías mis penas
y borrabas de mi horizonte el mal.
Te recordé como la fuente
juvenil de mis ensueños,
cuando, prófugo de clase, para verte,
acudía a tus orillas  con empeño.
No me importaba el futuro ni la escuela,
solo me bastaba contemplar
sobre tu azur una vela
y conjugar el verbo amar
sobre aquel retrato de niña
que guardaba en la cartera.
No es extraño que tu borde ciña
la cintura de mi tierra levantina,
donde la vida se apura y se venera,
y la luz derrocha, y festeja el campo
su sed de tormenta y primavera.
Corto es tu vocablo, pero vasto
su contenido y desmesura,
breve sílaba que abarca
la bonanza y la bravura,
recreo para el civil,
para el marino singladura.
Siempre destaca en tu acuarela
la pincelada de añil,
el triángulo de la vela
sobre la embarcación de carmín,
las nubes largas, deshilachadas
por donde filtran dorados rayos.
Viejas hazañas, ya desechadas,
pueblan la leyenda de tus muchos años,
surcos de gestas y de batallas,
ecos de naufragios y de sirenas,
glorias contadas y muchas penas
cumplen tu crónica, Mediterráneo.

Viento del Este, Viento del Oeste...

En los inicios de mi juventud como lector era primordialmente adicto a los libros de la colección Reno, de la editorial Plaza y Janés. Esta fidelidad se mantuvo hasta que dejaron de editarse. La razón principal de tal predilección seguramente era de índole económica, pues su precio se acomodaba como ningún otro al austero bolsillo de un joven, amén de que mis exigencias como lector por entonces eran de lo más normalito. Por medio de esta colección llegaron hasta mí libros de lo más diverso. De entonces guardo en mi biblioteca algún que otro ejemplar. La magistral Cumbres Borrascosas, por ejemplo, la cual me niego a leer en una versión diferente, pues considero que en este tipo de ejemplar popular es en donde hubiera querido Emily Brontë ver divulgada su novela. A través de Reno, descubrí a Thomas Mann, del que guardo los dos viejos tomitos de Los Budenbrook. Mas tarde abordé esa lectura incomparable de la novela que me resulta más afín, La Montaña Mágica, en la excelente traducción de Mario Verdaguer. Con Reno a su vez, me acerqué a algunos escritores más modernos, como Jean Larteguy, de quien devoré su trilogía bélica, cuya enseñanza no estoy seguro de que fuese recomendable. Recuerdo que por mis manos pasó alguna novela de Somerset-Maughan, Soberbia, y El Hombre de Kiev,  de Bernard Malamud .
En aquella época de formación, mi apetito de lector se acompañaba de algunos prejuicios. Rehuía un tanto la lectura de autores españoles, a excepción de los clásicos cuyas obras juzgaba indispensables, y abrigaba grandes recelos hacia la literatura escrita por mujeres. No fueron pocas la féminas que vieron publicada su obra en Reno, Daphne du Maurier, Vicki Baum, Pearl S. Buck, etc... Confieso no haber leído a  ninguna, de lo cual hoy me arrepiento. No obstante, para remediar esta carencia al fin he conseguido, tras una larga búsqueda, el ejemplar de una de ellas, cuya tentación ha pervivido a través de los años. Se trata de Viento del Este, Viento  del Oeste, de Pearl S. Buck. Podia haberlo adquirido en la versión de otras editoriales, pero esperé hasta encontrar el modesto ejemplar de Reno. Últimamente, me tienta la lectura de esta escritora norteamericana que afirmó su raíces en China. Fue galardonada con el premio Nobel y su obra se muestra variada y extensa. Fue Pulitzer con La Buena Tierra y sus libros tuvieron una aceptable difusión mundial. En Reno, se publicó un buen número de sus novelas, bastante bien acogidas por un público mayormente femenino. Pero relegado este prejuicio, por fin me he adentrado en ese mundo oriental de Pearl S. Buck, en esa China ya casi legendaria, donde aún estaba pendiente la revolución maoísta y la contemporánea globalización. He leído los primeros capítulos de Viento del Este, Viento del Oeste y confieso que la escritora norteamericana subyuga desde las primeras lineas. Se acerca a ese exótico universo con respeto y delicadeza, como requiere la pintura oriental de impresiones evanescentes. Nos abre un mundo hoy fugitivo en el que prevalecen otras coordenadas. Admira cómo desde el esquema occidental se puede interpretar el fondo de una cultura de raíces tan antagónicas. La China de Buck es esa que siempre habríamos ensoñado, y la escritora nos la desmenuza con el buen sentido y pulso poético que merece un mundo que implantó su atávica huella en el corazón de alguien que amó esa civilización, lírica y trágica como en el Turandot de Puccini, en un contraste genuino de valores.

Amargo sufrir

Amargo sufrir
Amargo es el sufrir
por el ser querido,
ver cómo su tiempo
se te deshace entre las manos,
cómo un día dejará
de exhalar su aliento,
cómo la muerte ahonda
paso a paso su precipicio
y en su rostro  por momentos
se dibuja la máscara
rígida del postrer gesto.
Y nada puedo hacer por rescatarte,
por devolverte esa plenitud
de la que el destino te privó.
Hoy solo puedo repetir:
¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!
La quiero de corazón.

Reivindicación de Gluck

La historia de la música me estaba hurtando un nombre. Este tipo de historias concebidas no se sabe a ciencia cierta sobre qué criterios, suelen trazar más bien a capricho el índice de su Olimpo particular. Al neófito que acude a una enseñanza somera y superficial de la música no le debe extrañar lo que le cuente cualquier maestrillo de titulación dudosa. En la historia elemental de la música que llegó a mi conocimiento, el gran ciclo se iniciaba en el barroco con las figuras capitales de Bach y Haendel, y pasaba sin nada más a reseñar al clasicismo de Morazt y Haydn. Obviamente, nada tenemos en contra de que semejantes colosos encabecen el patriciado de la música, pero habría que advertir que en ese intervalo se inmiscuye una figura esencial en la historia del arte de Euterpe, sin la cual el desarrollo de la opera no hubiera conocido su moderna concepción y su dignidad más venerada. Pues sí, ese eslabón perdido no es ni más ni menos que Christoph Willibald Gluck, el hombre que devolvió a la ópera la pureza originaria y la impregnó con el pathos de la antigua tragedia. Sin su música, no hubiera existido Il Don Giovanni de Mozart ni acaso Wagner hubiera podido consolidar su drama musical. La significación de Gluck en la música es tan notoria, que resulta inverosímil pasar ante su figura sin consideración alguna y como de carrerilla. La conciencia operística pomposa que ha creado una mitomanía de equívocos oropeles y solo se complace en el brillo efímero del abalorio, debería reconocer la veta de noble metal del que surgieron composiciones de la más acendrada sinceridad y belleza, tales como Orfeo y Euridice, Alceste o las Ifigenias  . No cabe más ante Gluck que quitarse el sombrero.      

LA PASIÓN DE CRISTO, DE MEL GIBSON

Para mí, como creo que ha ocurrido a otros muchos, La pasión de Cristo, de Mel Gibson, supuso un antes y un después en nuestra trayectoria espiritual. No significó para mí una novedad el acercamiento a la figura de Cristo, pues nací y fui educado en el seno de una congregación evangélica. Pero debido  a mi  escasa constancia y a las influencias externas, exacto es confesar que cuando acudí a ver la película mi fe se había hasta cierto punto debilitado. Cierto que algo me impulsó a acudir al cine nada más estrenarse el film, pues mantengo hacia la figura de Cristo una fidelidad discipular. Puntualizaré que aun en los años cuando la disipación me alejó de sus enseñanzas, se mantuvo latiendo en mi interior la resonancia de su Palabra. Cuando más me hundía en el pecado más pesaba en mi alma la losa de su Verdad.
He de decir que cuando el estreno de la película, yo había regresado al aprisco de la iglesia. Trataba de llevar una vida acorde al dictamen evangélico, pero no puedo negar  la tibieza de mi consagración cristiana. Por eso la película significó un revulsivo. El palo de la dureza de sus imágenes es quizá lo que iba requiriendo nuestra fe adormecida. Viendo en carne  viva la crudeza del sacrificio de Jesús, nuestro endurecido corazón pareció quebrantarse. Ante la vitalidad de una crucifixión sin concesiones, nuestra sensibilidad herida hubo de mirar hacia otra parte. Acudió la congoja a nuestra alma en no pocas secuencias, trasmitida por una iconografía llamada a perdurar.
Sin duda Mel Gibson es de los pocos directores que se han enfrentado al evangelio sin reticencias,
guiado en muchos momentos por el misterio de la Palabra.

A algunos parecerá la película violenta, incluso sádica en algunas escenas, pero ¿acaso no forma eso parte del pecado humano que Jesucristo expió en la cruz? Fue herido por nuestras rebeliones, azotado por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por sus llagas fuimos nosotros sanados...

Mujeres escritoras

Recientemente, comentaba con una joven escritora acerca de las mujeres que escriben. Quizá a muchas, por su condición femenina, ha marginado la historia. Pero esta omisión no ha podido acallar a aquellas otras que, por su calidad literaria análoga a la de cualquier hombre, se han aupado hasta un lugar preferente en el parnaso literario. Sus nombres están en la mente de todos. Espacio singular ocupan las escritoras de habla inglesa, que desde el siglo diecinueve ha venido dando nombres de primer orden. Nada sería la novela romántica sin las hermanas Brontë y Jane Austin,que va ganando adeptos por momentos. El quid de la cuestión tal vez radique en el por qué George Eliot tuvo que adoptar un nombre masculino parra abrirse camino en la carrera de las letras. Seguramente se minimizaban los logros femeninos en una sociedad dominada por el varón. En Francia se dio la misma paradoja con George Sand y en España se valió de idéntica argucia Fernán Caballero. Sin duda, tal solución respondía a una exigencia de los tiempos, en los cuales la mujer ejercía un papel subordinado en la sociedad y su integración al mundo laboral y cultural era más que deficiente. Seguramente el nivel de analfabetismo femenino en las épocas precedentes debía de ser bastante notorio y su ámbito debía restringirse al claustral gineceo. Hubo que esperar hasta el siglo veinte para que una mujer alcanzara literariamente una preeminencia igual a la de cualquier varón, justificada por una obra que en muchos aspectos superó a la de sus colegas masculinos. Esta fue Virginia Wolf. Quien se ha acercado a sus escritos no deja de reconocer su magisterio  y excelencia intelectual. Pocos retratos juveniles como el suyo transmiten más exquisita sensibilidad y acendrada inteligencia. Confieso que casi he escrito esta reseña para mostrar su retrato

                                                 ¡Sensitive Woman!



Confiesa que ha vivido

Ha aparecido en la editorial Seix-Barral una nueva edición aumentada de Confieso que he vivido, de Pablo Neruda. Es cierto que todos debemos confesar "algo", a menudo bastante menos grato. Una vez escuché a Bryce Echenique "confesar haber bebido". En mi caso, prefiero mantener el secreto de confesión.
Leí por primera vez estas "memorias" de Neruda hace ya muchos años, cuando todavía me formaba literariamente. Reconozco que pese a las discrepancias idelógicas su aventura humana me conmovió. Simpatizamos con el primer Neruda, con el romantico y existencial, con ese que fue labrando verso a verso el fundamento de su "verdad". Me lo figuro, todo juvenil afectación, sobre una mesa desnuda, con la ventana de la alcoba humilde abierta a la tarde, garabateando los versos que después compondrían su primer libro, "Crepusculario". Me hice con un ejemplar del poemario en la feria de ocasión de Madrid. En él uno encuentra al poeta incipiente precursor de Los viente poemas de amor y una canción desesperada, extraviado en la melancolía retórica de los crepúsculos. Se ve esa Chile sureña, lluviosa y mineral, vertebrada por la cordillera de los Andes. Todavía no era Neruda, sino el joven Neftalí Ricardo Reyes. Su infancia y adolescencia hubieran sido perfectas sin las objeciones de la vida. Pero entonces no hubiera nacido el poeta; porque el poeta necesita de esos crepúsculos de sangre, del dolor que siempre acompaña a la experiencia humana del amor, de la evanescencia del tiempo que nos roba día a día lo absoluto. Simpatizamos, pues, con ese joven delgado, taciturno, melancólico que escribía versos tratando de desgranar la incierta intimidad de su alma, la dolencia placentera que se oculta tras el anhelo. Aquel joven estaba ávido por derramarse, de henchirse de vida; plenitud que tal vez abarcó en la desmesura del paisaje americano, en la fecundidad del seno de cada mujer que amó, en la entraña que destripó en lo más puro de la poesía y en la aventura de ese itinerario biográfico que confiesa haber vivido.

LA BELLEZA

Andamos tras de la belleza
en cualquiera de sus formas.
La reconocemos en la vida:
en el asombroso mar,
en la panorámica de un paisaje,
en los perfiles de la mujer.
En el arte, se nos transmite conceptual,
cromática o en el tiempo.
Y en ambas dimensiones´
el arte y la vida,
tratamos de atraparla,
pues contamos que al poseerla
alcanzamos lo absoluto
en nuestra finitud.
¿No es acaso en la belleza
 donde Dios se manifiesta?

El lector perdido

En el escaparate de la librería se exponían perfectamente ordenadas obras de la generación perdida y el París de los años veinte. El librero utilizaba ese escaparate para exhibir en él algún tema monográfico, con el afán de propagar la calidad de sus existencias editoriales, en buen grado interesantes y selectivas. Pedro Alarcos se detuvo ante el cristal de esa librería tantas veces frecuentada y en la que mantenía cierta relación de complicidad con el dueño. Los fines de semana, solía permitirse el placer de adquirir algún libro, para no desengancharse de una actividad intelectual sana. Pedro Alarcos trabajaba en un concesionario de automóviles, pero secretamente  acariciaba la posibilidad de ser escritor. Había hecho sus primeros pinitos, y guardaba el borrador de una novela en el cajón de su escritorio, que cuando contara con una oferta aceptable pensaba publicar.
Pedro abrió por fin la puerta acristalada de la librería y saludó al librero, interrogándolo seguidamente acerca de una obra de Garcia Márquez que andaba buscando. El librero comprobó sus existencias en el ordenador y le comunicó que no la tenía. Pedro se sintió contrariado, pero por familiaridad comunicó a su interlocutor que echaría un vistazo por la librería, por si encontraba cualquier otro volumen que fuera de su agrado. El comerciante le sonrió, entre complacido y cauto. Pedro fue paseándose a lo largo de las estanterías, observando la gran masa de obras sin interés y aquellas otras rarezas que estimulaban su codicia pero cuyo elevado precio recomendaba la abstinencia. Por fin, encontró un título con el que salir del paso, una vieja novela poco conocida de Steinbeck, El omnibus perdido, y aún precio más que razonable. Con ella en la mano, se dirigió hasta el mostrador. Allí contrastó el precio con el librero, quien sin apenas regateo lo fijó en cinco euros. Pedro los pagó y guardo el libro en la bolsa que le tendía el comerciante. Antes de marchar, comentó algo sobre la exposición del escaparate, intrigado por si se cumplía alguna conmemoración relacionada con ese París de los veinte, ya mítico. Al parecer el comerciante quería rendir tributo a esa generación perdida, a la par que a aquellas mujeres eminentes sobre las que giró ese mundillo artístico de norteamericanos que engrandecieron la capital de Francia. En el escaparate se mostraban obras de Gertud Stein, Alice Toklas y Djuna Barnes, todas lesbianas según comentó con el librero, además de las de todos aquellos escritores que configuraron un tiempo y una latitud irrepetible, Hemingway, Fitzgerald, Joyce, Miller, Wilder, Eliot, constituyendo una convergencia de talentos difícil de repetirse.
Pedro Alarcos se alejó de la librería con el libro bajo el brazo y se internó en la noche de la ciudad. Las farolas irradiaban una luz depresiva que hacia relucir el asfalto. Entró en un bar y tomó una tapa con una cerveza. Aquello era el aperitivo de la cena que le aguardaba. Como casi cada sábado iría al restaurante Nabucco, una suerte de tratoria italiana cuya pizza solía ser bastante suculenta. Cenó allí como siempre, pero por una vez pidió entrecot. La paga del mes todavía reciente permitía ciertas liberalidades. Pedro Alarcos no sabía que hacer con la noche como no sabía que hacer con su vida. Como se encontraba solo, se refugiaba en la bebida, e itineraba de bar en bar expectante de que al cabo de la noche surgiera la posibilidad de asegurar algunos lazos cordiales. Cierta noche extraordinaria había compartido las copas con alguna mujer, y el resultado había sido la consumación carnal en el catre. Pedro temía esas noches, pues cuando éstas no ofrecían ningún buen rollo solían terminar en ebriedad y en el lecho desesperado de alguna prostituta. Aquella noche fue una de esas, la recogió a las puertas de una discoteca; convinieron el precio y que Pedro la llevaría en el coche hasta su casa, donde retozarían durante una hora. Pedro enfiló la carretera de la costa con el placer a bordo, fumando tentador en el asiento contiguo. Al fin llegaron a San Juan, a uno de esos rascacielos de apartamentos.  La buscona anunció que se adelantaba al apartamento porque tenía que arreglarlo antes, y resolver cierto inconveniente con la amiga con quien compartía el piso, quedando en que Pedro, al cabo de diez minutos, llamaría al timbre y ella le abriría al momento. Le facilitó el número de piso y puerta, y la torre apropiada de ascensor, pues había dos. Todo podría ser natural y correcto, si no se tuviera en cuenta que Pedro en su ebriedad, cegado por un celo animal, porque la ninfa era bastante apetitosa, ante la insistencia de la mujer, había pagado por adelantado. Cuando la furcia desapareció en el  portal del apartamento, ya no la volvió a ver. Cuando se convenció de su error, pugnando entre su animalidad y su decoro, pulsó los timbres de la vivienda en cuestión desesperadamente, sin obtener ninguna respuesta. Hubiera llamado  a todos los pisos, pero la prudencia le hizo desistir. Se sentía engañado, vejado, denigrado; pero lo que más le dolía era su rijosidad frustrada. Y no solo había perdido su dinero sino que también había desaparecido la novela de Steimbeck, sin saber con exactitud dónde la había extraviado. Sintió a su alrededor la noche más negra mientras los faros de su coche iluminaban la linea continua del asfalto, en su regreso a la ciudad, roto y abochornado, cada vez más solo. Durante todo el domingo no pudo levantarse de la cama. Habría un mañana, pero éste no sería sino un incómodo devenir.

En busca de Juan Carlos Onetti

Toda la semana me vienen asaltando vagos recuerdos de lecturas pasadas de Onetti. Lo que destapó la caja de Pandora fue la compra por dos euros de una vieja edición de Bruguera(libro amigo) de Los Adioses. Lo adquirí porque tenía una tapa diferente del ejemplar que guardaba en mi biblioteca. Era más llamativa, más sugerente, más existencial. Traté de releer la novela pero no pasé de las primeras páginas. Y es que la lectura de Onetti se hace francamente difícil. Se necesita un estado de ánimo especial, degustar por una u otra razón el sabor amargo de la derrota para empatizar con esas paginas dubitativas, llenas de decepción, de indiferencia, de deseo a veces insano. Los Adioses fue una de las obras de Onetti que leí con mayor gusto, porque su estilo circunloquial, subordinado, divagatorio manifestaba una originalidad novedosa para mí. Nunca fui devoto de Faulkner, por eso el intrincado discurso de Onetti despertó mis sensores estéticos.
De cualquier modo, la semilla había sido otra vez plantada. Tal vez al día siguiente, me hallaba desempolvando sus obras del anaquel de mi biblioteca. Me conformaba con releer algo breve, y me decidí por sus cuentos completos. Cómo no, recalé en "Ese infierno tan temido", relato que tanto la crítica como el propio Onetti consideraban uno de sus mejores logros. Tras leer las primeras páginas, lo dejé reposar. Más tarde traté de continuarlo a través de un audiolibro de YouTube, pero la dicción del narrador no acabó de convencerme y salí de la grabación sin concluirla. He retomado varias de sus obras, entre ellas El Astillero. Según cuenta el propio autor fue escrita de un tirón, porque  no pudo soslayar el ímpetu que le demandaba el relato. Bajo esas apreturas da gusto escribir; nada da más satisfacción que trabajar en esas narraciones que urge concluirlas. Dice que lo escribió en un impasse entre la redacción de Juntacadáveres, novela que en su parte final-afirma-acusó esa demora. El Astillero parece ser a día de hoy su novela más celebrada: se la encuentra en casi todas las librerías. Lo digó, porque esta tarde he bajado a rastrear por los santuarios del libro alguna obra suya, pues algunos de sus títulos me faltan. El que se insinuaba con mayor intensidad era El pozo. Su obra inaugural como escritor. Como todas las primeras obras, deberá ser de las más pasionales, donde el autor pone en el asador lo mejor de sí mismo. Se la conceptúa como una obra existencialista, paralela en el tiempo y la intención con La Náusea, de Sartre, o El Extranjero, de Camus. Tenía el pensamiento de retirarme con ella bajo el brazo a mí casa. En las librerías de Alicante no he podido encontrarla. De su obra solo he hallado alguna edición mediocre de El Astillero, y nada más. Onetti debe ser otro tal que de Prada. Los escritores difíciles y de pocas concesiones, se ganan pronto el disfavor de los lectores, acaso porque necesiten de unos lectores aplicados, preparados para sus obras. Onetti siempre fue un solitario, un integrante de esa inmensa minoría. No debe extrañar que sus libros escaseen, que su calado literario choque con las expectativas triviales del mercado. Onetti solo esta hecho para el lector apto para la vianda, y no para el impúber aún no destetado.

Pat Garret&Billy the Kid

Han repuesto en televisión la vieja cinta de Peckinpah, Pat Garret&Billy the Kid. La película me parece algo desigual, pues la encuentro a un paso del "spaguetti western". En ella destacan las figuras de un James Cobrun, en su rol característico, y de un joven Chris Cristopherson, que da alguna consistencia a un personaje malogrado en las numerosas versiones que ha prodigado el cine.
Junto a ellos aparece como secundario Bob Dylan, cuya interpretación es bastante discutible pero que envuelve con su música el espíritu del film. Dentro de la fimografía de Peckinpah es una de las menos violentas, pese a su elevado número de cadáveres. Porque la violencia en ésta cobra un aspecto teatral, el de los westerns de serie B. Con un mucho más reducido número de muertos, Peckinpah nos trasmite una atmósfera de transgresora violencia y latente crueldad en otros filmes como Perros de Paja, cuya verosimilitud golpea más contundentemente en nuestra sensibilidad.
La presencia en Pat Garret&Billy the Kid de Bob Dylan nos ofrece la lectura del film, donde se nos presenta a un Billy de una radicalidad antisistema y a un Pat Garret que ha claudicado a la presión de lo establecido. Quienes antes cabalgaron el territorio de la libertad, bajo el furor de una voluntad indomable y sin más ley que su revolver, tienen  que responder al desafío que trae la civilización, cuya dimensión demoledora corrompe o extermina cualquier manifestación genuina y libertaria de lo humano. Ante tal fuerza arrolladora del sistema ambos hombres adoptan posiciones distintas, uno se deja corromper por lo inevitable, cediendo en su integridad, convencido de que nada se puede hacer frente a la presión de los nuevos, aunque hipócritas, valores de ley, orden y civilización. El otro no cederá y luchará hasta el final, sabedor de que solo puede pertenecer a ese mundo que periclita. Kid no ambiciona más cosa que ser dueño de sí mismo y no ver castrada su voluntad por la imposición de un estado. El mensaje del film es claramente libertario, que tanto Peckinpah como Dylan, hombres de los 60, claramente compartían.
Cuando veía la película y escuchaba la música de Dylan, su melodía me hacia recordar muy vívidamente la canción Pongamos que hablo de Madrid, de Joaquín Sabina. Siempre es bueno basarse en los fundamentos de un flamante Nobel.

Domingo, maldito domingo

El domingo es un día resignado. No en vano el Demiurgo creo el mundo en seis días y el séptimo, descansó. Diríase que la ciudad, en la catarsis del sábado noche, ha conocido sus límites y se repliega ante las exigencias existenciales, consciente de la caducidad de lo humano. Domingo de resaca, donde el cuerpo abotargado del ciudadano asimila las sobredosis de etílico, en el mejor de los casos.
Las tardes de domingo no se tropieza a casi nadie por las calles, sobre todo en un otoño con amenazas ya de invierno. Los comercios permanecen cerrados, salvo contadas áreas de ocio donde tampoco se encuentra a casi nadie. Ustedes dirán que los domingos son para disfrutarlos en la tranquilidad acondicionada del hogar o en la oscuridad de las salas de cine, evadiendo la imaginación del hostil día a día, que amenaza con la desolación apocalíptica que anuncian cintas como Blade Runner. Porque los domingos se siente uno "replicante", victima de una vida programada cuyas claves se hayan confinadas en algún reducto secreto, bajo un código imposible de descifrar. Como autómatas aceptamos las conveniencias que impone el reglamento social, del que hemos sido imbuidos mediante una educación que se supone encaminada a servir al bien común. Tan ardua tarea parece quedar hoy en manos de los políticos, empeñados en diseñar cuál es el modelo más aceptable de ciudadano. Teóricamente tales presupuestos se antojan válidos, pero cuál es el meollo del por qué la mayoría de ciudadanos se aparte del retrato robot del súbdito ejemplar. Algo falla en el engranaje cuando el común de los mortales se aparta de unas directrices cuyos fundamentos hoy por hoy evidencian una crisis radical. La cuestión es que los viejos valores se han desdibujado, los pilares en donde se asentaba la conducta social hoy son denostados y se presentan
nuevas normas de conducta para nuestra vida. Lo políticamente correcto, que hoy día se concreta en asimilar y aceptar las diferencias  de las minorías, cuando no de una masa indiferenciada que trata de imponer su rebeldía, ha tomado carta de naturaleza en el tejido social. Celebraba el rey David en uno de sus salmos la jerarquía de Jehova, que sujetaba a su pueblo debajo de él. La tarea del rey se limitaba a acatar y cumplir el mandamiento divino. En la consagración a Dios se cumplía ese orden perfecto, y por la obediencia se grajeaba la bendición que daba prosperidad sin limites. Hoy el estado ha asumido la función de Dios, y es obvio que de la imperfección humana deviene la imperfección social. ¿Quién nos guiará en el laberinto de este irreductible caos? ¿Se levantará otro Teseo que aniquile al Minotauro del que somos pasto generación tras generación? Acaso ya se haya levantado, pero no creo que sea Varufakis. Porque si no se diera el caso, nuestra extinción pudiera ser "global".

El color de las cosas

dobla una campana
en la noche ya entrada.
Regreso de la tarde malograda
al ámbito rutinario de mi casa.
Siento el peso claustrofóbico de las cosas,
la pesadez de un aire,
el deambular de los recuerdos
y la pulsión de la estrofa
de un poema coloquial en la memoria.
La tarde hubiera podido ser hermosa
si un céfiro venial hubiera revuelto
el deshecho de la hojas,
y su fenecer se hubiera henchido
de ese manojo de presentimientos
que complacen al corazón enternecido.
Sabedor que tras de tus pasos
camina la esperanza, el color
de las cosas podría ser distinto,
porque el amor se renueva así en lo íntimo
y el alma regocija con la presión de tales lazos.

Un poco de Shelley

He concluido, en una lectura bastante desigual, el libro Poesía y poetas ingleses, de Matthew Arnold. En el se da un repaso a la poesía romántica británica, de Wordsworth a Shelley. Francamente, Wordsworth no ha despertado en mí la curiosidad que sin embargo ha suscitado Shelley. Este siempre pasó por el camarada gris de los dos grandes figuras románticas: Byron y Keats. Con el primero convivió en Suiza e Italia, junto a sus respectivas amantes, hasta que el autor de la Ode to the West Wind, sucumbió fatalmente a un embravecido Mediterráneo y Byron se encargó de encender su pira funeraria. Con Keats convivió en Roma, en esa pensión de la plaza de España, hasta que la tisis acalló acaso a la voz más lírica del romanticismo. Desde que estuve en su casa museo de Roma, donde adquirí un ejemplar del poema de Shelley mencionado anteriormente, he ido alcanzando en situaciones dispersas una mayor profundización en la obra y vida del poeta.
En la cuesta de Moyano, en Madrid, me hice con un ejemplar del Adonais, uno de los poemas con más solera en el mundo lírico, desmesurada evocación devocional y elegíaca dedicada  a la persona y obra de John Keats. Ningún otro gran poeta obró con semejante generosidad, ni expresó más lúcidamente el misterio poético que encerraba el poeta de Endymion. Más tarde, en una antología de la poesía romántica inglesa, descubrí su poema Mont Blanc, en una excelentísima traducción de Leopoldo Panero, que leía con avidez cada noche antes de dormirme, en el silencio de la madrugada, en tanto ensoñaba las solitarias cumbres nevadas de los Alpes.
La sombra de Byron se esparcía majestuosa, como el gran épico del diecinueve; en Keats, perduraba el intimismo panteísta que infería a su poesía la más candorosa resonancia. Pero en Shelley hablaba la voz serena del hombre, del hombre desbordado por una naturaleza con la que busca la comunión, del hombre angustiado por su condición de criatura, que revolviéndose contra los dioses percibe la trayectoria de su verdadera dimensión, cuando en su Prometeo liberado absuelve al valedor de los hombres de su eterno suplicio y redime de su fatalidad al mito.

EL CONFORMISTA

He adquirido por 0´50 euros la novela El conformista, de Alberto Moravia. No sé con precisión el lugar que ocupa esta obra en el índice del escritor italiano. Poco sé de Moravia, salvo su actualidad decisiva durante las décadas de los 60 y 70. Me consta que pertenecía y simpatizaba con el partido comunista italiano, posicionamiento que en aquellos años era intelectualmente aclamado. No era él solo quien mostraba tal compromiso en la Italia de entonces, otros escritores como Sciascia o Calvino, o cineastas como Pasolini y Visconti también estuvieron relacionados con el poderoso PCI, quizá el partido comunista más influyente en Europa occidental. Reconozco no haber leído a Moravia, aunque miento, porque en alguna ocasión me acerqué a alguno de sus cuentos, aunque su memoria no haya sido perdurable. Fue autor de alguna novela celebrada, como La Romana, llevada al cine por Luigi Zampa, y protagonizada por Gina Lolobrigida, y la propia El conformista, por Bertolucci, que confieso no haber visto, o tal vez sí. en la vieja filmoteca nacional madrileña, hará la friolera de cuarenta años, cuando éramos adictos a la interpretaciones de Trintignant. Quizá no leí a Moravia porque no acababa de agradarme su comprometida militancia y porque cultivaba un estilo literario que inscribo en el realismo social, genero cuya austeridad nunca contó con mi predilección.
Sin embargo, la cuestión estriba en que durante mi juventud viví un ambiente influenciado por la izquierda, tendencia política con la que posiblemente simpatizara por su compromiso con los pobres y oprimidos de la tierra. Y como yo era pobre, emergiendo de una sociedad sometida por principios antagónicos, hubiera resultado de mal gusto desmarcarme a contracorriente de lo que se consideraba políticamente correcto. Alguna vez oí, que se tendría que ser alguien irracional en absoluto y carente de entrañas para ser de derechas. Y lo cierto es que en un mundo lleno de carencias se requerían políticas sociales. Tanto la España como la Italia de posguerras, precarias en todos los sentidos, como bien reflejó el neorrealismo, urgían de claras políticas de desarrollo y justicia social. El imperativo de una justa distribución  de la riqueza anidaba en el ánimo de la mayoría y se buscaba cualquier tipo de argumento que reforzara tales convicciones. De ahí, que un escritor como Moravia encontrase un público ávido de sus planteamientos, para los cuales la novela del Conformista juega un papel dilucidador.
Recuerdo que la mayor ofensa que se profería contra quien se mostraba remiso en su beligerancia política era la de conceptuarlo como "conformista". Tal calificativo confieso que llegaba a amedrentarme y a pesar sobre mi ánimo como un pecado punido por una una dura penitencia en el confesionario. Ser conformista equivalía a traidor de todos los principios nobles que propugnaban las fuerzas progresistas, de tal manera que se llegaba a reaccionar ante tal apelativo con no poco furor patológico. Ser conformista equivalía a una excomunión proletaria en toda regla, a integrarse entre los colaboradores del sistema, a la consideración de traidor a la causa de los oprimidos, cuyas latentes amenazas escatológicas imbuidas de sermón del monte condenaban nuestra conciencia. Y a las consecuencias había que atenerse: a la animadversión del militante hacia el disidente, a la despreciable soledad del esquirol. No me desencaminaría si constatase que, en mi caso, semejante denuesto alcanzó un cierto grado de matiz neurótico, de modo que mi conciencia no podía aliviarse del lastre de ser un conformista. Porque tales deben ser las mellas del adoctrinamiento fanatizado sobre un espíritu joven. Espero que con la lectura distanciada, y ajena de prejuicios, de la novela se conjuren todos sus demonios. Porque acaso ser un conformista era lo más venial dentro de una ideología cuyos daños colaterales aún se siguen evaluando.

Breve reflexión

Orientamos nuestra vida al afán de poseer. De la huerta, recolectamos el fruto. Para la casa, nos proveemos de enseres; de conocimientos, para nuestra mente. Queremos llenar nuestra soledad de amigos. Nuestro corazón de afectos. Satisfacer nuestra virilidad con el complemento de la mujer. Para todo ello laboramos, adquirimos, estudiamos, seducimos, amamos. Luchamos por poseer algún día cualquiera de estas cosas que creemos nos corresponde, hasta que reconocemos que todo es pasajero, que incluso nuestro yo es cuestionable. Y al fin nos convencemos de que nada será nuestro porque todo es de Dios.

Mar de Albiar

El reloj de la iglesia daba las cuatro en una tarde luminosa de mayo que presagiaba el verano. El pueblo estaba tranquilo. Los gatos se acurrucaban en la sombra, sobre el alfeizar de la ventana. La puerta de la casa estaba siempre abierta, oculto el interior por una oscura cortina, que dejaba pasar el aire. Con la rachas de brisa, la tela oscilaba o se hinchaba como una vela. Antiguamente, a la puerta se tejían las redes; la mujeres, sentadas en duraderas sillas de enea, ultimaban los aparejos para la pesca. Eso ocurría cuando vivía Asunción, y el pueblo era una cosa distinta de lo que es ahora. Todos los vecinos se conocían, se tratasen o no; porque había sus rencillas. Hoy recorren sus calles extraños visitantes que acuden a Albiar como moscas al confite. Durante el verano casi toda la población es de afuera. Llegan de Madrid, y quién sabe de dónde remoto lugar del extranjero. Juan vive solo en aquella casa, menos en aquellos días en que acude la sobrina a adecentar un poco los suelos y a hacer la colada. Juan es viejo, tan viejo que su cara esta llena de manchas, y su tez morena de curtido pescador la recorren venas que parecen que fueran a estallar.
Su vida ya no es vida. Durante el día, no se mueve de la silla, que en tiempos de calor sacan a la puerta de la casa. Y allí sus ojos se llenan de nostalgias y buscan ese mar azul al que entregó lo mejor de su vida. Entonces el mar era la vida, lo daba y quitaba todo, pues no dejó de llevarse a algunos a su profunda mortaja. Juan sólo conocía este mar, el Mediterráneo , cuya costa había faenado buscando la fecundidad de sus bahías, la gamba roja, el jurel, el revuelto que hacia la delicia de los calderos. El mar de Albiar, siempre radiante, sin comparación en la hermosura de sus azules, tantas veces benigno. Juan, recorrido por las largas horas de tedio, descansando la manos sobre la curva de su gallato, soñaba en el mar, ese mar donde se alegró y dolió, por cuya orilla paseaba con Asunción las radiantes mañanas de domingo, después de la misa.
Pero Asunción ya no está, y Albiar ya nos es Albiar. Entonces la vida era otra, más elemental pero más plena. Cuando llegaron los veraneantes se perdió el pulso de la cosas, la vida se malgastaba en trivialidades que no se sabía si conducían a algún fin. Hoy el puerto es un bosque de mástiles de embarcaciones de recreo. La mar ha dejado de ser una necesidad, para convertirse en un entretenimiento. Asunción no llegó a verlo, pues no sobrevivió a la tuberculosis de entonces. Dejó solo a Juan para afrontar el cambalache que iba a sobrevenir al pueblo. Lo único que queda intacto, es el pequeño cementerio, sobre la colina. Por una obscura resolución decidieron no demoler sus viejas tapias y habilitar uno más moderno, adyacente. En el nuevo abundan los nichos y  los marmóreos mausoleos de gentes adineradas. En el antiguo han preservado las tumbas tal cual eran, con sus lápidas de granito agrietadas, en las que aún se puede adivinar las huellas recientes de algunas flores. Juan, esporádicamente, cuando se lo permitía la salud, ascendía el sinuoso camino hasta el cementerio. Allí pasaba un par de horas junto a la tumba de Asunción, pues se le antojaba que tenían más cosas de que hablar  después de muerta que mientras estuvo viva. Hablaban de muchas cosas, de los tiempos antiguos, de cuando niños se conocieron en la guerra, de su noviazgo y de sus bodas, de los hijos que pudieron haber tenido y no tuvieron, de las gentes de Albiar, de lo mucho que ha cambiado el pueblo, hasta el punto de que si Asunción pudiera verlo no lo reconocería.
Desde la cima del cementerio, en su última ascensión a aquel lugar en el automóvil de su sobrina, Juan observa el mar, reverberando cegador bajo el azul diáfano de la primavera. En el cementerio, las flores lucen todo su esplendor; pero Juan ya recela de esa vitalidad restringida por el tiempo. Todo se marchita, como se le marchitó Asunción entre los brazos; aunque el mar en sus azules parece el mismo de siempre y la leve brisa difunde como una fragancia semeja al dulce perfume de Asunción. Juan suspira y piensa: "Mar de Albiar, ¿por qué inundas con tu luminosidad mis ojos y no puedes iluminar siquiera esa oscuridad permanente de Asunción? Pronto todo también será para mí oscuridad, pero acaso desde esta colina, con los ojos del ánima, podré eternamente contemplarte. Esa sería mi dicha".

Sobre libros, replicantes y comida china

Todavía no he discernido si Deckard es un replicante. La cuestión merece ser reflexionada largamente. En una visión primeriza de la película no se duda de la humanidad del Blade runner. A su favor juegan las objeciones de su conciencia, su vulnerabilidad ante los "trabajitos" de Bryant y su riqueza emocional, que se derrumba al reconocer la desmesura a la que se enfrenta. Yo apostaría que la deducción sobre la artificiosidad de Deckard se concibió a posteriori, durante el montaje del film. Las claves sobre su inhumanidad se explican a través del inserto donde el blade runner sueña con el galope de un unicornio, que bien puede ser un añadido que justifique la figurilla de papiroflexia depositada por Gaff, el policía encarnado por Edward James Olmos, en el departamento de Deckard, cuando este decide emprender la fuga con Rachel, aportando otra vuelta de tuerca al film. Un detalle más natural que quizá delate la posibilidad de que Deckard sea un humanoide lo constituye el apego a las fotos familiares que despliega profusamente sobre la consola del piano, buscando en ellas la realidad convencida de un pasado. Pero este detalle acaso solo explique cierta paranoia de policía obsesionado por el carácter de aquellos a quienes persigue y aniquila, quedando como un lastre de incertidumbre en su conciencia. O quizá en ello busque el blade runner esa genuina excelencia biológica que justifique su nefando trabajo de exterminio. Sin la humanidad de Deckard carece de valor su altruismo al escapar con Rachel, demostrando esa capacidad compasiva que solo puede anidar en el hombre verdadero.
Pero algo más me ocupaba en la tarde aparte de estas meditaciones futuristas, pues me tocaba gozar de la libertad del sábado. Durante la semana, me he enfrascado en la pesquisa de facilitarme alguna obra de Sinclair Lewis. Poco sabía de este escritor americano, salvo de que en su novela Elmer Gantry se basó el guión del Fuego y la Palabra. Trato de adquirir la novela por internet pero encuentro que está agotada. Es curioso que cuando uno busca algo interesante on line siempre lo encuentre agotado. Pude conseguir Cárceles de mujeres por unos gastos de envío que superaban con creces el valor del libro. En la librería Raíces he consultado por obras de este autor, pero no me han podido proporcionar ninguna. Algo debe tener Sinclair Lewis, cuando Hermann Hesse lo homenajeó en el personaje de Emil Sinclair, de su novela Demian. Finalmente, salgo de la librería Raíces con un ejemplar de la Carta de una desconocida, de Zweig, bajo el brazo. El librero, con suma cortesía,  me hace una rebaja pues el dichoso librito, segunda edición de editorial juventud, tenía un precio exorbitante. Unas calles más abajo, entro en otra librería de ocasión. Venden dos libros por cinco euros. Depende del libro de que se trate, puede resultar aquello toda una inversión.
Busco obras de Juan Manuel de Prada, que no hallo en los estantes. Abunda el libro basura; solo de forma extraordinaria puede encontrarse algo suculento. No pensaba comprar nada. Ojeo un ejemplar de Onetti: La muerte y la niña/ La novia robada. Leo unas lineas. Me abruma el peso existencial de las palabras. Recuerdo otras lecturas de Onetti. Su universo me fascinaba aunque me dejaba desolado. Hoy preciso de estímulos más positivos, y enfrascarme en el infierno de Juntacadáveres o la Vida breve es algo que ha dejado de tentarme. Me basta con deprimirme con lo mío exactamente. Digo que no iba a comprar, pero en el anaquel de al lado descubro un libro viejo y raro: una novela desconocida de Baltasar Porcel. Nunca he leído a Porcel, aunque lo vi muchas veces entrevistado en televisión. Solo sé de él que jugó un papel inquietante en los últimos años de Josep Plá. La novela se titula Las manzanas de oro. La reseña de contraportada abunda en una retórica tan intrincada que es difícil encontrarla, averiguando tras acabar de leerla que no sabes de que va el libro, aunque se bifurca en un fondo esotérico que es el Grial. Cuando se quiere estimular el ánimo desmayado del lector, siempre se recurre al revulsivo de una panacea como el Grial, bien lo saben los de Planeta. Finalmente, adquiero los libros, el de Porcel y el de Onetti y acabo la tarde en el restaurante chino, donde siempre sirven alguna proteína insustancial acompañada de cuantiosa guarnición. Puedo dar las gracias porque puedo comer lechuga con exquisita fruición; lo de la ternera, los calamares y el pato, ya es otra cosa. La verdad es que uno llega a hastiarse hasta de la comida china, e incluso empiezo a encontrar desbravado el chupito. Los ejemplares de Las máscaras del héroe de De Prada se han agotado en el Corte inglés. Acaso sea cierto su vaticinio agorero sobre el pulso literario en el mercado del libro.

Dejadme escribir en paz

Dejadme escribir en paz
Oigo a Juan Manuel de Prada en un programa cultural de televisión. Presenta un panorama negro sobre la comercialización literaria en nuestros días. Lo que es evidente, es que el desempeño tradicional del escritor ha cambiado sustancialmente. Aquel escritor que vivía de los derechos de autor y de las colaboraciones en prensa ha finiquitado. Hoy la comunicación va por otros derroteros. Para quienes no sabemos manejarnos en el escaparate global de internet, ello constituye todo un jándicap. Pero es igual, porque a lo que no renunciamos es a la literatura, y buscaremos cualquier vía para divulgar nuestro mensaje, ese mensaje que quiere hablar a otros de quiénes somos, de cómo somos, y de por qué somos. Lo esencial en el escritor no es lograr un caché sustancioso, sino revelar a nuestros congéneres ese material del que están hechos nuestros sueños, y lo que vamos descubriendo a través de ese río de nuestra vida; lo que esconden sus meandros y lo que su navegación nos revela. Porque escribir es una forma de vivir; en el desempeño de la tarea literaria nuestra vivencia se hace más intensa, más rica, inalienable.
De joven ningún oficio me resultaba atractivo. Odiaba tanto la oficina del banquero como el taller del mecánico. En mi naufragio como estudiante me aferré a los libros como única tabla de salvación. La lectura era lo único que daba impulso a una realidad decepcionante e insuflaba una esperanza a nuestra trayectoria malograda. Nunca pensé que esta inclinación mía creciera hasta estos momentos actuales insospechados. De niño, mi padre tenía que forzarme para que prestara atención al libro que tenía delante, ya que en mi corazón disputaba el deseo exclusivo de lanzarme a la calle a jugar. Nunca sospeché lo que significarían los libros para mí después, de que en ellos encontraría el lenitivo contra la adversidad, un área sin lindes para la libertad y, en definitiva, ese alimento indispensable para mi espíritu, sin el cual mi vida carecería de finalidad y significado. Quizá nunca veré un libro mio incluido en el "top ten", pero, por lo que más queráis, dejadme escribir en paz.

ITINERARIOS TRAS DE LA MUJER

Partimos de la condición de que siempre fui tímido, por tanto mi relación con la mujer no llegó nunca a ser plena. Seguramente mis primeros escarceos tras de ellas tuvieron lugar en la infancia, durante los juegos con la vecinita. Tal huella se borró pronto en el tiempo, entre las muchas experiencias vividas. Una fecha clave en esta trayectoria la significó cuando una mañana, al levantarme, descubrí que la tesitura de mi voz había cambiado y la bragueta del pijama se había impregnado con una secreción extraña. Desde entonces tales relaciones se complicaron bastante, pues en ellas se había implicado un nuevo elemento: la pasión. La atracción que sentía hacia la mujer entorpecía la naturalidad en las relaciones. Recuerdo que la primera vez que tuve que enfrentarme a una situación íntima ante un grupo exclusivo de mujeres resultó una experiencia ominosa. Ocurrió en el colegio. Había concluido una clase de repaso impartida ocasionalmente en un aula reservada a las chicas. No recuerdo con precisión por qué circunstancia había olvidado mi abrigo en una percha, junto a la pizarra. Cuando llegue al aula, descubrí que en los primeros pupitres se había reunido un grupo de muchachas que hablaban animadamente de sus cosas. Como para recoger mi abrigo tenía que pasar por en medio de ellas a la fuerza, valoré la situación como la de la peor ratonera con que podía tropezarse en ratón despistado. El reconocimiento vergonzante de aquella atracción que no podía de ninguna manera eludir, menoscababa la confianza en mí mismo, sintiéndome empequeñecido ante ellas. En definitiva, me lancé por el abrigo atropelladamente, sin que de mis labios pudiera surgir una excusa amable ni palabra inteligible. Me abrieron paso entre risitas, mientras yo recuperé mi abrigo y, abochornado, abandoné el lugar como buenamente pude, consciente de haber padecido por mi conducta pusilánime la más grave de las vejaciones.
Tardé bastante hasta poder mantener una conversación natural con una mujer, porque el sexo siempre se hallaba por medio. Tal impedimento condicionó que mis primeros amores siempre fueran platónicos. Se iniciaron por una preferencia hacia una niña que visitaba cada día a sus abuelos en el chalet de enfrente, luego por otra que al regresar del colegio pasaba irremediablemente bajo la reja de mi ventana. La esperaba apasionadamente cada tarde, a las cinco, observando tras los cristales con religiosa fidelidad. He de decir que todas eran inmaculadamente rubias y de movimientos gráciles. Esta conducta, tras el paso a la juventud, fue convirtiéndose en norma y degeneró en cultivadas idolatrías por las barwoman de los pubs. Recuerdo una en Barcelona extraordinariamente bella, a la que visitaba devocionalmente, pero sin manifestarle nunca esa admiración, que ella intuía.
Cuando mi condición de hombre se consumó en la carne, fuera mercenaria o enamorada, y pasaron los años y los desengaños, mis pasos recelaron de andar obstinadamente tras de la mujer, aunque éstas nunca dejarán de ser el destino de todo hombre.

Memoria de un paisaje holandés

Aquel fulgor te derribó,
fuiste nada, ceniza en el arroyo,
dolor sin lenitivo,
agonía sin respuesta.
                              El alba
de transparencia esquiva.
Amanece en el espejo del agua,
en la tranquilidad dormida de la piedra,
en la mirada fugitiva
que escudriña un sórdido paisaje holandés.
Aquel fulgor de ascuas
atravesando el cielo,
hiriendo con su rayo
el carbón nebuloso.
Allí, junto a la corriente,
sobre un túmulo asentado
el molino eriza sus aspas;
el resto es un yermo estéril.
Ni tan solo un árbol desnudo
en cuya rama asolada cantara un pajarillo.

Acuarelas levantinas

Un filo de luz,
un almendro de nieve...
una ventana a levante:
el salitre en la liviandad del aire.
Una barca varada,
la mañana desnuda
y toda la mar que aguarda.
El pueblo desparrama
su blanca anatomía
como un rebaño
buscando las aguas
del mar legendario.
Bajo la cúpula azulada,
repica una campana
y un reloj da las horas
de una crónica pausada.
El sol reverbera una mar plateada,
surcan las gaviotas
la transparente mañana,
un trazo de palmera,
sobre el horizonte, una vela,
unas pinceladas de añil,
y hecha la acuarela.
.

Barcelona

Descubrí Barcelona con dieciséis o diecisiete años durante la estancia en un campamento. Por primera vez rompí con la rutina de la vida y por primera vez me enfrenté a una gran ciudad, con inabordables límites, tras cuya incertidumbre se suscitan los sueños. Por entonces, Barcelona era la ciudad española más europeizada, por su cercanía a Francia, por la importancia de su puerto, el primero sin duda en tráfico mercantil y de pasajeros, y por el flujo continuo de foráneos que acudían a ella a través de su aeropuerto internacional. Cuando concluyó aquel corto período vacacional, me fui de Cataluña albergando el deseo de volver algún día a Barcelona. Mis ojos no habían contemplado nada tan grandioso como las Ramblas y la plaza de Cataluña, el paseo de Gracia y la Diagonal; pero ante todo me atraía el grado de libertad que se respiraba al patear sus calles. Por ello, fui incubando esta idea durante los años inmediatos, en los cuales se acrecentó la fascinación por la ciudad. Mi afición literaria la llenó de nombres de escritores y editoriales, Vargas Llosa, García Márquez, Planeta, Seix-Barral, Plaza y Janés, Bruguera. Como me tentaba descollar en el mundo de las letras, un buen día decidí seguir la estela de estos pioneros y labrarme allí mismo mi "boom". Me planté en Barcelona, dejando sin duda desolados a mis padres, y encontré acomodo en el piso de un amigo que estudiaba en la universidad. Yo ya no estudiaba: araganeaba, fumaba compulsivamente, leía cuanto caía en mis manos, escribía escuetos borradores, trabajaba esporádicamente velando por mi manutención, sin encontrar nada estable, y soñaba con la gloria literaria. De aquel tiempo, no lo recuerdo con precisión, pero me place creerlo, datan mis lecturas de la Ciudad y los perros, y del primer Thomas Mann, cuyos dos tomos de Reno de La Montaña Mágica envidié en la biblioteca de un conocido; por entonces seguramente también releí Crimen y Castigo y diversas obras de Dostoyevski, además de una lista tan prolija de títulos y autores tan heterogéneos que incluía hasta Boris Vian y cierta literatura soviética, Lenín, Troski, Rosa Luxemburg, cuya lectura me facilitaban los compañeros de piso, tratando de ganar prosélitos para sus inclinaciones clandestinas.
La Barcelona que yo conocí fue seguramente precaria, una Barcelona de supervivencia, con un centro urbano que yo visitaba cada fin de semana, remontando arriba y abajo las Ramblas, frecuentando las tabernas de la Plaza Real, infiltrándome en las calles angostas del barrio chino o el gótico, degustando algunas tapas en las tabernas de la Barceloneta, recobrando pasados lirismos en la ciudadela y teniendo siempre presente la fachada de la estación de Francia y un retorno repentino y fracasado al mediocre nido en Alicante. Recuerdo también ese ómnibus madrugador que recorría Barcelona de punta a punta, para llegar a tiempo de coger el cercanías que te conducía hasta el perímetro industrial donde, como temporero, te ganabas el día a día batallando con una plantilla de charnegos.
Ya en los últimos meses en Barcelona, me descubro en un ático próximo a Sans escuchando a comienzos de agosto el Festival de Bayreuth, asunto que solía soliviantar y no poco a mis comprometidos coinquilinos. Era como mentar la soga en casa del ahorcado. No sé si permaneciendo en Barcelona hubiera llegado a encontrarme entre los diez libros más vendidos del Corte inglés, mi vida hubiera prosperado y el destino hubiera sido otro, pero la perdida de un empleo provisional en una fábrica de San Adrián del Besós, desavenencias más personales que ideológicas con mis compañeros de piso, más las cosas del amor, que nunca estuvieron claras (me enamoraba de mujeres inalcanzables con las que nunca tenía "chance") recomendaron la vuelta a Alicante. Desde entonces Barcelona perdió brillo para mí, y hoy por hoy, siempre que me escapo, opto por Madrid. Sentí nostalgia cuando Vargas Llosa, en la arenga de la manifestación multitudinaria en pro de la españolidad de Cataluña, recordó aquella Barcelona cosmopolita, aquella que cumplió los sueños de muchos, menos el mío, que no pudo ser.

LADRÓN DE BICICLETAS, DE DE SICA

He vuelto a ver al cabo de los años Ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica. Como en aquella pasada ocasión me ha vuelto a parecer un documento estremecedor de la Italia de posguerra. A más de Italia, yo añadiría de todo el contorno mediterráneo. Recuerdo que la precariedad material que viví en mi infancia no distaba mucho de la que se describe en la película. Cuando entramos en la casa de Antonio Ricci me parece estar viendo una descripción de lo que en lineas generales constituía mi hogar, con su mobiliario escaso y pobre, con esa cruz  de madera negra presidiendo la cama de mis padres, con mi madre empeñada en coladas interminables, con esa lucha sin cuartel por la vida que evidenciaba mi padre cada noche, cuando regresaba con la fiambrera envuelta en una talega, tras haber permanecido de sol a sol en el puesto de trabajo. Esa casa austera, sometida a los rigores de los tiempos, por la que había que pelear en ese ambiente hostil de las calles. La vida de Italia y España no se diferenciaban aunque allí reinase una democracia impuesta y en España el general Franco. La lucha por la supervivencia, esa ascesis cotidiana del pobre, envolvía la vida de latente desesperación, desesperación por la rudeza del ambiente y desesperación ante la incertidumbre del futuro.
No sé si el neorrealismo se inició con Rosellini, con De Sica o con Visconti, pero es seguro que con Ladrón de bicicletas alcanza su máximo exponente. De Sica fue un autor de filmografia desigual, pues aparte de esta obra maestra y la excelente el General della Rovere, menudeó la comedia comercial del brazo de Sofia Loren. Pero sin duda Ladrón de bicicletas ha quedado para la historia
como una obra de arte estremecedora donde la vida fluye en toda su dolorosa dimensión. Consta que su autenticidad fue pormenorizadamente elaborada por sus nada menos que cinco guionistas, de cuyo material De Sica supo extraer esa sustancia que nos habla de unos tiempos inciertos y de la vicisitud descarnada del pobre. Ladrón de bicicletas es una de esas películas a las que por respeto y rubor frente al rostro de la necesidad, no te llama a verla una y otra vez como fuente placentera de entretenimiento.

Che Guevara

Se recuerda por estos días en Cuba y Bolivia los 50 años de la muerte de Ernesto "Che" Guevara, cuya figura se ha vuelto legendaria y por tanto difícil de enjuiciar. Quién fue el verdadero "Che" y cuáles eran sus motivaciones últimas entra en el terreno de la conjetura. Para el régimen cubano es su héroe intachable, para la oposición, un peligroso fanático con inclinaciones no del todo transparentes. En una reciente entrevista a su hermano, se nos recordaba cómo en algunas zonas de Bolivia se venera su recuerdo como el de un santón. Su propio hermano ofrece sus reparos ante semejante desmesura. Pero es que la figura del "Che" escapa al rigor histórico y se desarrolla ya en lo mitológico.
El "Che" fue uno de los paladines de la revolución cubana, que en parte triunfó en virtud a sus cualidades político militares. Sin duda, la toma de Santa Clara, que supuso el último escollo para el triunfo de la revolución, se perfila como su mejor hazaña como estratego. Porque el "Che" entre sus muchas facetas se descubre como un teórico de la táctica guerrera. Su opúsculo sobre la guerra de guerrillas se difundió ampliamente. La figura de Guevara hubiera sido otra, pareja a un Aquiles de la modernidad, de haber acabado todo en Santa Clara. Pero tras el triunfo de la revolución y la instauración del nuevo orden se ciernen confusas sombras que vienen a enturbiar su reputación. Sus acérrimos tratan de quitar hierro a semejante mácula por medio de convenientes atenuantes.
Lo cierto es que tras toda victoria conseguida por las armas sobreviene el tiempo de la revancha, de qué hacer con los vencidos, cuya supervivencia puede representar un peligro futuro para la consolidación política y duradera del régimen instaurado. Todo parece apuntar a que a Guevara le tocó hacer el trabajo sucio. El caso es que en toda figura histórica que ha detentado el poder, tras la brillantez del triunfo amenaza la realidad de ese Jano inherente a nuestra condición humana. Pues la mayoría de hombres son capaces de los mejor y lo peor.Todos querrían ver a ese "Che" heroico en sus días de la sierra Maestra, cuando un puñado de hombres idealistas desafiaron a un ejército regular y bien vertebrado. Aquella gesta mantiene una resonancia imperecedera, pues significa la determinación del débil en lucha contra la opresión, del menoscabado que se levanta contra la injusticia. Fueron nobles ideales, que se tambalearon ante las exigencias de la historia, la cual demanda respuestas pragmáticas para cada uno de sus momentos. Y no está en manos de todos los políticos el satisfacerlas. La pequeña isla que desafió al imperio no pudo con tantos años de autárquico aislacionismo.
Sí, Santa Clara fue su apoteosis, fue el momento culminante para el que la historia le había elegido.
Porque en su quehacer institucional como gobernante, su figura se confundió en la controversia.
El Congo y Bolivia sólo significaron dos estaciones de peaje en transcurso hacia su destino irrevocable. Un destino que, seguramente, Guevara intuía, reconociendo el suyo un sueño inalcanzable. Y fue con la muerte con lo que recobró esplendor su figura y se revalorizó su cruzada utópica. No vivió Guevara para ver la debacle comunista al final del siglo, pues su paso, como el de todo gran hombre, fue el del meteoro fugaz escogido para alumbrar las tinieblas de una época.
¿ Idealista o un aventurero? Tal vez una suma de los dos. Icono indiscutible de la segunda mitad del sigloXX, su controvertida peripecia sirve de guía para algunos jóvenes de hoy, carentes de ideales, que encuentra en él esa imagen inestimable que nunca podrán alcanzar. Cuando yo nací,
Guevara combatía como un león en las selvas de la sierra Maestra. Bueno es reconocer que habían hombres descontentos que buscaban establecer un orden más equitativo en la tierra. Su fin era encomiable, pero no sabemos si sus medios eran los más acertados y honestos para lograrlo.

La Fenice de Venecia

La pasada semana compré los cedés de la ópera Tancredi, de Rossini. Durante mucho tiempo decliné hacerlo porque de las ofertas habidas hasta ese momento no me convencía su alto precio, y porque el estilo rossiniano pecaba de reiterativo. Lo compré, por tanto, porque hacia tiempo que no escuchaba nada de Rossini, el precio era módico y, sobre todo, porque se trataba de una interpretación grabada en la misma Fenice, de Venecia, por un reparto encabezado por Marilyn Horne. La Horne era una contralto potente, y la ópera resonaría de forma especial en la formidable acústica de la Fenice.
Por dos veces he tenido oportunidad de visitar el teatro de la Fenice; por desgracia nunca durante una representación operistica. No recuerdo si fue en la ultima ocasión cuando coincidí con el ensayo de una orquesta cuya calidad sonora era formidable. Acostumbrado a los escenarios de Alicante, la magia acústica que gestaba La Fenice me cautivó por entero.
La Fenice comparte con muchos teatros de Italia la sencillez de su fachada principal. En anteriores visitas, coincidentes las primeras con su restauración después del devastador incendio, no tuve ocasión de admirar su incomparable belleza. De cómo fue en el pasado nos queda el documento que filmó Visconti para su película Senso, donde escenifica la vicisitud de su esplendor decimonónico, con esa Venecia en vísperas del Risorgimento. Siguiendo a la condesa Serpieri, se nos abre ese episodio fascinante de la historia de Italia, con una Fenice invadida por una lluvia tricolor de soflamas independentistas diluviando sobre las invasoras tropas austriacas que ocupan el patio de butacas. Allí se producirá en desafío entre el teniente Malher y el primo de la condesa, que nos involucra en el meollo de la trama.
Aquella Fenice, desde luego, es insustituible, pero el teatro, a lo largo de su historia, sufrió varios incendios de los que, como el ave fénix, resurgió. La última restauración hay que reconocer que es exquisita, se tiene la misma sensación que antaño: la de encontrarse como en una bombonera. Tal es su sofisticada decoración, la delicadeza  de sus pinturas, la tonalidad rosada que le ofrece una femineidad dispuesta a enamorar; en cada uno de los detalles es admirable, y como ya dijimos cuenta con un escenario con una de la mejores acústicas del mundo. Para cualquiera que recala en Venecia, es de recibo visitarla. Y cuando te encamines por la alfombra buscando el interior de su maravilloso anfiteatro, echa un vistazo, aunque sea de reojo, a ese retrato fascinante de la no menos fascinante Maria Callas; ella dio a La Fenice memorables momentos de gloria, y la revistió de ese glamour que aún puede respirarse en su ambiente.

Picasso, el caníbal

Leo en unas recientes manifestaciones de Albert Boadella que Picasso es un camelo. Al parecer el dramaturgo catalán prepara un ópera sobre el pintor Malagueño. Boadella se expresa de esta manera porque siempre va con él el ánimo de provocar. Porque arremeter contra Picasso hoy día pasa por ser una provocación; de tal manera se ha mitificado su figura. Se lo ha consagrado con el apelativo de genio, y cualquier esfuerzo por apearlo del pedestal resulta inútil. Boadella menosprecia el valor del Guernica y coincido con él en cuanto a que el valor real de la pintura se circunscribe a su dimensión testimonial.  El dramaturgo lo califica de grafiti , y no se puede negar que su propuesta estética es comparable. Lo cierto es que se pintó en una época en que el arte iba despojándose de las viejas certidumbres naturalistas. Picasso no hizo más que prolongar las reconsideraciones de los impresionistas. Por el camino de Cezanne vino el cubismo, tendencia a la que se adhirió Picasso, con un resultado no más óptimo que el de Braque, y de todo punto menos sugestivo que el de Gris. Porque el cubismo de Gris tiene espíritu, personalidad, belleza cromática. Los cuadros de Picasso en este estilo se muestras áridos, tediosos, sin vitalidad. Pero el cubismo puro no pasó de ser una transición en su voracidad ecléctica. El expresinismo del Guernica fue acaso una manera que remedó de Klee. Pero la crítica sicológica en Picasso deviene caricatura; tal es el tratamiento que su pintura da a lo figurativo. En esto no avanzó más que Lautrec. Podríamos salvar sus series azules y rosas, pero aún ahí su originalidad es discutible. ¿Que legó, pues, Picasso al arte, además de su voracidad destructiva? ¿Acaso intuyó desde su buhardilla parisina que la consagración honesta a la pintura no le depararía más que estrecheces e indiferencia? Por su biografía sabemos de sus inclinaciones "caníbales", ¿no entraría también entre sus planes fagocitar lo que restaba de la escuálida carroña del arte?

Lío en los grandes almacenes

Como algunos domingos, entro en unos almacenes del libro. A las puertas, me recibe una foto al natural de Kent Follet, recordándome que aun la prosa se somete a las exigencias de mercado. Ya dentro, ante mis ojos se levanta un monolito erigido con el ladrillo celuloso de la última novela del escritor británico, apilado como a propósito para despertar la piedad consumista del ciudadano. Porque ya sabemos que ciertas literaturas se han entregado en manos del primordial dios de las sociedades capitalistas: el consumo. Poco más allá, otra foto, esta vez de Almudena Grandes, promocionando su último trabajo, nos incomoda como una presencia indiscreta. Conforme nos acercamos a ella, sus ojos no paran de observarnos, hasta escarbar en nuestra última incertidumbre. De joven, Almudena nos quiso poner cachondos con eso de Las edades de Lulú; hoy parece esmerarse en requerir nuestra sumisión a lo políticamente correcto. No soy lector asiduo de novela erótica; presumo que el  terreno erótico es más sensorial que intelectivo; el matiz de la palabra sólo lo lubrica el morbo imaginativo; es como comer el bocadillo sin embutido. Vargas Llosa lo alimentó en el Elogio de la madrastra. He de admitir que la última lectura que acrecentó mi celo rijoso fue  Confesiones del estafador Felix Krull, de Thomas Mann. Casi al final de la novela se concita un episodio de elevada lubricidad. No comment.
En el almacén hay que andar con siete ojos para no tropezar con algún best-seller apilado y provocar un cataclismo monumental. Recorriendo el pasillo, me adentro hasta las secciones que recaban mayor interés: la historia, la filosofía, la novela, y entre ésta, la clásica. Mi formación se debe a la misma, en la cual siempre resta alguna novedad que ha sorteado nuestras décadas de lector. Siempre queda algún Dickens, algún Balzac, algún James, algo del dilatado ciclo de Proust, que requiera nuestra atención. Pero la verdad es que había entrado a los almacenes sólo a fisgonear, ya que en la mañana adquirí en el rastrillo dominical del ayuntamiento una selección de obras de Ganivet, editada por Aguilar, junto a un ensayo erudito de D´Ors por veinte euros, y mi celo coleccionista no alcanza la desmesura de un Luis Alberto de Cuenca. Hay quien se distrae en el Fútbol, en los prostíbulos o el bingo, yo lo hago mirando libros. Semejante trajín distrae mi mente, y relaja o dispara mi imaginación. Y un setenta por ciento de nuestra vida es eso. En los anaqueles no he encontrado títulos inesperados que despertaran mis apetitos; solo alguno que ya poseo en mi biblioteca, en una edición distinta. Realmente, en especial sólo me han tentado unos cedés de la sección de clásicos, la Ifigenia en Táuride de Gluk, en una edición económica de la Scala, dirigida por Muti. Me intriga la música escogida por el compositor para reverdecer la vieja tragedia, que en su origen ya contó con partitura propia. Finalmente, renuncio a comprar los discos. Regreso al departamento de librería y me pierdo en los estantes superfluos de novela negra, fantástica, terrorífica y romántica. Un cocktel formidable. En el estante dedicado a lo fantástico y la ciencia ficción, destaca la novela de Philip.K. Dick, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Ya la adquirí en la feria del libro de ocasión por cuatro chavos. Todavía no la he leído, pero he visto Blade Runner numerosas veces. Seguí por youTube el coloquio sobre la película en Qué grande es el cine. Y afirmaría que a día de hoy una de la preocupaciones que me contrarían es dirimir si Deckard es o no un "replicante". Me conforta creer que no lo es, pero...¿y si lo fuera? Colmaría nuestras divagaciones de desesperado pesimismo.

De la opera Bomarzo, de Ginastera

Se ha estrenado en el teatro Real de Madrid la ópera de Ginastera, basada en la novela homónima de Manuel Mujica Lainez, Bomarzo. Durante tiempo seguí la pista a esta composición, que parecía ignorada en el mundo de la fonografía, hasta que por fin encontré una versión grabada por la Opera de Washington, bajo la dirección de Julius Rudel, para el sello Sony, a un precio moderado. Ignoro si es la mejor versión que se ha difundido de la opera, pero en cualquier caso su expresión contemporánea contrasta bastante con el talante manierista que exhala la novela de Mujica. Llevar Bomarzo al teatro representa una osadía, pues en el traslado es seguro que se desprenda la pátina de excelencia que aureola la novela. La brillantez estilística, aunque el libreto corresponde al propio Mujica, corre el riesgo  de desaparecer, mientras el abigarrado fresco renacentista que describe se esquematiza en la funcionalidad del escenario, poblado de histéricos histriones que engolan alaridos de sentimentalidad dudosa. Bomarzo ha llegado tarde a la opera, pese el entusiasmo que demostró Ginastera hacia la novela, porque  la suntuosidad de Mujica hubiera exigido el vehemente romanticismo de un Verdi o la versatilidad de un Ofenbach o de cualquier otro compositor de temperamento apasionado. La envergadura de Bomarzo realmente exige la magnificencia de la opera: hubiera significado el mejor libreto para su gran siglo. Pero al no poder ser,  conviene regresar a la enjundia de sus páginas originales, a esa redacción prodigiosa que nos traslada a ese mundo pasado de evocadora embriaguez. Páginas que nos hicieron amar la literatura y nos condujeron hasta ese algo más sin retorno que se vislumbra a través del arte.

Plegaria

Quiero escuchar el verbo
en tu luz repentina,
el pleno sol gozoso
de tu presencia. El alto
espacio donde tu potestad
anima, quiero alcanzar
desde mi humildad humana.
No pude ver tu tránsito en la tierra;
tu huella sigo por el relato
del evangelio, donde tu voz
resuena dulce o arrebatada,
condolida o triunfante.
Quisiera haberme agazapado´
próximo a ti en aquel monte,
compartido el pan de la pueril canasta ,
haber surcado en tu barca
las aguas de Tiberiades,
contemplar estremecido
tu oración en el huerto
y tocar tu cuerpo incólume
donde la sanidad emana.
Gracias por ahorrarme
tu sufrimiento en el calvario
y por el regalo de tu sangre
redentora que en tu cáliz moja
el borde de mis labios.

The year of living dangerously

El año que vivimos peligrosamente es la película de la que guardo mejor recuerdo entre las rodadas en décadas precedentes. Se estrenó en un tiempo cuando el cine ya sólo se guiaba por patrones de índole comercial. El cine norteamericano solo nos había dado la alargada sombra de Coppola. Y desde las antípodas australianas comenzaba a emerger una nueva cinematografía. De aquella generación el director de mayor alcance fue Peter Weir. De toda su obra, El año que vivimos peligrosamente cuenta con mi predilección. La protagonizaba un joven astro, nacido en norteamerica, pero que había optado por el cine australiano como trampolín para su carrera internacional. Se lo descubre en la saga apocalíptica de Madmax, pero ya había trabajado antes con Weir en Gallipoli. Aunque es seguro, que fue con "El año..." que asentó su carrera.
Weir nos devolvió al olvidado cine de autor. Ese cine para pedantes que todos echábamos de menos. Extinguidas las viejas dinastías europeas, nada quedaba para oponer al oportunista y simplón rodillo holiwoodiense. Weir recupera la esperanza en el cine. Desde ese comienzo donde un narrador testigo nos introduce en la atmósfera sugerente del film, rápidamente la historia capta nuestro interés. Aquello era nuevo, o cuando menos desusado. Billy Kwan, el chino australiano, introduce al neófito en la escenografía de Yakarta, envuelta en sombras enigmáticas que emergen desde el fondo de su tradición y sus miserias.  Una ciudad que se derrumba, atribulada por la corrupción, el hambre y la pobreza. Reniega de ese occidente que sólo acude a aquellas latitudes en busca de provecho. Kwan es esa conciencia despierta a la que solo le queda el recurso  de denunciar. Hamilton cegado por sus propias ambiciones permanecerá hasta el final como testigo interesado de ese mundo que se desmorona. Solo por la muerte de Kwan recobra el milagro del amor. Huirá a los brazos de Jill, rescatado del Walpurgis desatado.
The year of living dangerously nos devuelve la densa literatura, el gozo de la palabra, y nos integra en un cine que invita  a la reflexión. En ella se buscan respuestas para el dilema intercultural. Una respuesta que occidente  no sabe dar, sino con planes fracasados de ayuda que hunden a los pueblos en calamidades mayores que las anteriores. Kwan. en su desesperación, se confunde en la nostalgia de la música de Strauss, en ese adormecerse que propone el verso de Hesse, milagroso en la voz de Kiri Te Kanawa.