HABITACIÓN DE HOTEL, DE HOPPER

HABITACIÓN DE HOTEL, DE HOPPER
Desgraciadamente, no presencié la exposición de Hopper que tuvo lugar en el museo Thyssen.. Cierto prejuicio hacia los artistas contemporáneos me mantuvo reticente. Renuncié a esos lienzos de veleros y marinas, los cuales me dejaban harto indiferente. Desconocía que con el tiempo fuera a tropezarme con "Habitación de hotel". Resulta bastante probable que contemplara el cuadro en anteriores visitas al Thyssen, pero nunca hasta ahora había reparado en él.
"Una habitación de hotel" no nos propone una revolución del lenguaje pictórico como hicieron las viejas vanguardias. Su pintura transciende no porque nos proponga una alternativa estética sino porque enuncia una preocupación existencial.
De una "Habitación de hotel" se puede entresacar toda una novela: Una mujer normal llega a un hotel de la ruta. Está de paso, decidida a emprender un largo viaje. Pero al llegar, en la recepción le han entregado una carta. Después de acomodarse en la habitación calurosa, medio desvestida, saca la carta y comienza a leer. Las noticias no son halagüeñas, de tal manera que ensombrecen su ánimo. La mujer acaba de recibir esa noticia devastadora que cada uno de nosotros recibe una vez en la vida, y que nos habla de amarga derrota, de la desesperanzadora conclusión de la vivencia. Desde ese instante, el equipaje se tornará nada más que una carga pesada. La mujer quisiera llorar, pero solo es ya consciente de la pesadumbre de su irresoluta soledad.

Atardecer en el ave Madrid-Alicante

Atardecer en el ave Madrid-Alicante
La tarde se llena de duelo,
escondida tras el negro velo
que enjuga las lágrimas del cielo.
De angustias encoge su luto,
y entre su maraña un rayo enjuto
irradia un resplandor disoluto.
El campo solemne se tiende,
ocres labrantíos y prados verdes,
aguardando el chubasco que aliente
sus eras infecundas, su monte agreste.
La lluvía derrama su caudal sombrío
cuando el ferrocarril el llano camino
de La Mancha ve expedito;
lo confirman los altos molinos,
los campos que rasean sin destino,
el blanco de una venta, lo yermos
que Quijano  creyó huertos,
la soledad y los vastos silencios.
En el cielo de crespones doloridos
se abre un rodal impreciso
donde el sol guarda sus rayos escondidos.
Como la espada de un arcángel la luz realza
un claro horizonte de esperanza,
resplandores de vida que disipan la borrasca.
Ya se anuncia la árida ruta
de la tierra alicantina, lo secos torrentes,
el albo monte, la crespa cumbre
donde señorea la aguja de una ermita.
Ya se siente el mar, siempre fiel a la cita.

Una visión delirante

Una visión delirante
Una visión delirante.
Una puerta cerrada.
Un grito sofocado
cuando los dientes de la noche
muerden con sus terrores
de fango y profundidades.
Un túnel angosto,
la luna que se derrama
como un espejo de ira
donde se refleja el alma vacía.
Rumor de lluvia,
tintineo de cristales
donde la sombras
proyectan sus dedos
 de humo y de telarañas.
Si no escuchara esos pasos,
o el silbar del viento
con agudeza de pífano
que golpea las ventanas,
presintiendo la noche que se insinúa
como un misterio inconcreto.
Sí, esa mano que palpa,
ese picaporte que chirría,
el invitado que nunca llega
mientras se espera con ansia
el clarear mortecino de la aurora.

El VIEJO LEGIONARIO

El VIEJO LEGIONARIO
Efraín Carrasco camina lentamente, valiéndose de un liviano bastón. Es un hombre ya viejo, curtido por sus vicios y los pesares de la vida. Aunque tiene los pulmones de sobra castigados, fuma. Siempre se le ve pasar con un resignado estoicismo, manteniendo encendido el cigarrete en la boca. Efraín es magro, algo cetrino y no muy bajo. Es hombre de calle. Aunque mantiene un cuartucho en la pensión Segarra, a un precio de miseria, suele vérsele callejear a cualquier hora. Cuando vuelvo del trabajo, a las tantas, suelo tropezarlo cuando va de retirada, embuchado en su ajado anorat y con un cojín en la mano. Ese mismo cojín con el que acostumbra a acomodarse en los rincones donde el sol acaricia y puede resguardarse del rigor de las frías corrientes. Cuando marcho a la fábrica, lo descubro acurrucado en el escalón del local ubicado en el chaflán de la esquina, donde abre un negocio un tanto inusual, dedicado a vestuario e impedimenta militar. Se comprende que Efraín guste acurrucarse en semejante nido, pues hay un detalle en su indumentaria que dice mucho sobre él. Se cubre la cabeza con una gorra militar de faena, sobre cuya visera se distingue la insignia del ejercito de tierra, arma de infantería.

Al contemplar al Efraín de ahora, desaseado, achacoso, quemado por el alcohol, solitario como un perro vagabundo, cualquiera diría que alguna vez fuera joven. Pero lo fue, en efecto. Un joven bien plantado, y valeroso y dispuesto a saborear de pleno el torrente de la vida. Era uno de esos hombres que no se dejan intimidar por el miedo, de los que miran la vida de frente y no escatiman de ella ni sus gozos ni sus dolores. Un temperamento fuerte como el de Efraín, de esos que maduran pronto, no tardó en descubrir sus capacidades y su sed de aventura. Vivía con una madre regañona y una tía, austera y silenciosa que nunca se casó; perdió al padre siendo joven, de quien dio cuenta el vacilo de Koch. Trabajó en una cerámica, luego de peón, vendiendo hielo, de descargador en el puerto. En este último trabajo se le presentó acaso la posibilidad de un futuro, pero al morir también al poco la madre, la ineludible mili vino a llevarselo. En Cartagena embarcó para el norte de África. Alli sirvió como soldado raso en los regulares de Tetuán. Pronto comprendió que la vida militar estaba echa para él. El ejercicio, la disciplina, la aventura; el ardor guerrero, la camaradería, las golfas correrías de los pases de fin de semana. Porque la vida militar ensalzaba unos postulados que el compartía: el valor, el gusto por el riesgo, el desapego de una vida acomodaticia, el cultivo de los vicios masculinos, y además significaba el remedo de un nuevo hogar entre los muros del pabellón de la compañía.

Como Efraín había asistido poco a la escuela, sabia que los galones de la vida militar le estaban vedados, al menos por los cauces ordinarios. Pero también sabía que cabía la posibilidad de una guerra. Que éstas eran el yunque donde se probaban las verdaderas capacidades de un soldado. Sin embargo, las guerras de África  ya estaban lejanas, y la guerra civil, aunque reciente, a él le había pillado siendo un bebé. En cualquier caso, pese a los imponderables, el seguía soñando con  alcanzar algún día esa gloria reservada a los valientes. Por eso,  cuando terminó su servicio obligatorio, como se sentía tan apegado a la vida castrense, se reenganchó, apuntándose en la legión. Al parecer le iba el rollo de la bandera, el santísimo, el pecho descubierto, la cabra, los tatuajes y el marcial paso legionario. Juró bandera  como tal en un regimiento de la "extranjera" asentado en Larache. No tardó en adaptarse al nuevo y exigente ritmo de vida. Gozaba dentro de sí la incertidumbre de la aventura,el estímulo de las marchas interminables por los parajes desérticos, las escaramuzas con las tribus, la fraternidad que crea entre los hombres la amenaza del peligro. Porque corrían por el campamento sangrientas leyendas sobre los beduinos, el recuerdo de carnicerías perpetradas durante imprevisibles emboscadas; se hablaba de patrullas pasadas a cuchillo, degolladas, castradas y mutiladas. Efraín en aquel ambiente exótico se sintió de perlas; fueron los mejores años de su vida. Pero como hasta con la aventura se envejece, los mandos cuando ya no lo consideraron apto para el servicio, le concedieron la licencia. Y el viejo legionario regresó a España. Se vio inmerso en una sociedad que no le comprendía; quiso reintegrarse al mundo laboral, pero no encontró empleo apropiado. Así, trampeando y malviviendo, le llegó la jubilación. Tuvo una media mujer; no tuvo hijos. La vida se le había ido como un soplo. Le queda más bien poco: un cuerpo desgastado, un corazón malherido, la visión de un campo yermo que vendrá tras la muerte. Y para matar el poco tiempo que le queda, callejea, se sienta en una banqueta junto al contenedor de basuras y allí pasa las horas muertas; medita sobre aquello que se le fue y no pudo retener. Si el viento arrecia, se sujeta su vieja gorra militar , no sea que una corriente traicionera se le lleve el único cacho de ilusión que le queda, aunque éste pertenezca ya únicamente al recuerdo.

A PROPÓSITO DE VISCONTI

A PROPÓSITO DE VISCONTI
En la historia de la cinematografía uno de los nombres, dejando a un lado el cine norteamericano, que ha ejercido en mí cierta fascinación, no sé si decir "es", al menos  fue, Luchino Visconti.
Visconti perteneció a esa gran generación del cine italiano, en la que destacaba una variedad de autores cuya resonancia aún colea en nuestros días, aunque ya todos hayan muerto. Este gran momento comenzó con Rosellini que, junto a De Sica, fueron los grandes precursores del neorrealismo, estética a la que se adhirieron las otras grandes figuras que les precedieron, tales como Fellini, Pasolini, Antonioni, Scola y,cómo no, Visconti.

El autor milanés, eximio descendiente de esa ostentosa familia a la que perteneció el ducado de Milán, se inicio en el séptimo arte con títulos que claramente se encuadran en esa tendencia neorrealista. En ellos contó con la participación de la musa que puso rostro a este cine, Ana Magnani. Títulos como La Terra trema o la Bellisima hubieran bastado para crearle una reputación, pero el cineasta dio un paso adelante filmando Rocco y sus hermanos, cuyo reparto comienza ya a internacionalizarse. Porque de esta manera habrá que enjuiciar el cine de Visconti, como una propuesta más allá de las fronteras. Con Senso alcanza ya esa cooproducción  que va más allá de los límites locales. Y poco a poco el artista va deslindándose  de los cánones de los movimientos y encontrando su propio cine. Este alcanza una dimensión ya magistral con "El Gatopardo", donde contando con un elenco excepcional, encabezado por Burt Lancaster, ofrece una lectura matizada y precisa de la novela de Lampedusa. Se sucedieron títulos memorables, como El Extranjero, según la novela de Camús. Filme algo olvidado y que merecería la pena revisar. Y con sus siguientes títulos, el cine de Visconti entra en todo su apogeo, con esa dos piezas maestras relacionadas con la novelística de Thomas Mann: La Caduta degli Dei, basada en Los Budenbrook, y Muerte en Venecia, donde ofrece un acercamiento pleno de sensibilidad e intuición poética de la novela homónima. Con Ludwig, Visconti intenta esa gran película sobre la figura romántica del inquietante rey de Baviera. Con Confidencias-Gruppo di famiglia in un interno- se consolida ya su etapa de madurez, que tendrá su rúbrica con El Inocente, según la novela de D´Anunzzio, titulo sugestivísimo, digno de volver a revisarse.

En estos días he estado disfrutando de las peripecias del  grupo familiar de Confidencias. Constituye este film una consumada pieza de cámara. Visconti ha cuidado la afinación para que todos los instrumentos alcancen su inmejorable rendimiento y su brillantez concertante. De todos los personajes del film, sin duda simpatizo con el profesor, una recreación fabulosa de Burt Lancaster, cuya colosal humanidad contrapunta a los demás personajes, incluido el a veces algo estridente de la marquesa Brumonti. Desde que en 1974 asistí al estreno de la película, he reservado mi fascinación por este viejo profesor, águila solitaria que vuela sola,  cuya casa y ocupaciones -coleccionista de arte, lector ubérrimo, melómano acendrado-, ha desde entonces nutrido mi imaginación y estimulado a perseguir una vida que se le pareciera. Una vida consagrada al arte  y a la creación, en un ámbito, dentro de mis limitaciones, emulador de la mansión del viejo profesor en la piaza Campitelli. Pero eso sí, sin tener que aguantar a ningún inquilino tan intolerable y narcisista como Helmut Berger.

CONCIERTOS PARA PIANO

CONCIERTOS PARA PIANO
Después de la sinfonía, destaca como género musical de cierta importancia el concierto para piano. Al igual que ocurre con las primeras, de las que, como apuntó Wagner, Beethoven ya escribió las "nueve", sobresalen en primer lugar los cinco conciertos del compositor de Bohn. En cada uno de ellos nos sorprende la vehemencia y la genialidad concertante que caracteriza el arte beetovheniano; los dos últimos 4º y 5º alcanzan sus cimas musicales, compartiendo la fama de sus sinfonías impares, sus más célebres sonatas y su música de cámara de madurez. La brillantez de estos cinco conciertos, con su fascinante sugestión musical, parcialmente ha restado fama a los realizados por otros compositores.
Cuando uno, desbordado por la apabullante sublimidad  de la gesta beethoveniana, que uno tropieza primordialmente durante esa época reconocida como heroica, tan  deudora de la magnificencia napoleónica, decide recalar en la obra de otros compositores, inmediatamente se abren camino en ese género del concierto para piano los más discretos logros mozartianos. En Mozart, encontramos  un discurso más mesurado, un desarrollo más contenido de la emoción, donde la belleza aun participa del equilibrio clásico y nos previene de la desmesura y enfatismo romántico del genio de Bohn. Poco a poco, fui desentrañando las bellezas, a primera vista inapreciables, que reservan los conciertos mozartianos. Conocí sus secretos deleites lentamente y fui consciente de su riqueza melódica como ocurre al caminante que va descubriendo, mientras se disipa la niebla, las variadas bellezas que esconde el bosque. Mi primera experiencia con dichos conciertos transcurrió durante una travesía en barco. Mientras aguardaba la hora para desembarcar, me senté en el camarote y ajuste los auriculares del reproductor de cedés, comenzando a escuchar los conciertos 20 y 21 del, igualmente genio, salzburgués. Como resultado, acabé apaciblemente dormido y desperté cuando  ya casi había desembarcado gran parte del pasaje. Desde entonces, cuando buscó relajarme y penetrar los paraísos de tranquilizadora belleza que el arte nos proporciona, acudo a estos dos conciertos señeros del repertorio clásico.
Y como consecuencia me dije, si tales maravillas escondidas nos reservaba Mozart, veamos que tesoros encantados oculta eso otro gran nombre de la música, J. S.Bach. ¡Qué formidable descubrimiento! ¡Qué insondable laberinto por explorar! Al escuchar dichos conciertos uno comprende cómo fue posible  la embriagadora filigrana de las Variaciones Goldberg.