TIEMPO PARA JUAN RULFO

TIEMPO PARA JUAN RULFO
Se ha expuesto en la FNAC de Alicante una muestra fotografica, obra del también escritor Juan Rulfo. Cabe decir que las reproducciones son excelentes, al tiempo que detentan un gran poder evocativo. En ellas se deja filtrar esa atmósfera inquietante que constituyó el mundo literario del escritor. Hasta nosotros llega un Mexico filtrado por una particular poética, que hace participe a cada instantánea de una dimensión fascinante. En algunas de ellas, no resulta difícil adivinar la ubicación mítica de Comala, ese lugar certero donde se interpreta Mexico a través del espíritu del escritor.

Juan Rulfo, como Lautréamont, es autor de una sola obra, pero a pesar de esta inquietante circunstancia, toda ella destila una apabullante sinceridad que lo aleja de los malditos. Con Rulfo penetramos en el tuétano mismo de la realidad hispanoamericana; nos traduce ese sentir mestizo que a los europeos nos resulta cuando menos enigmático, diferenciador. En Comala esenció el espíritu Mexicano hasta convertirlo en leyenda; en él cobró vida su paisaje desierto, entre páramos áridos y colinas rocosas que arañan los cielos impolutos; se volvió alegórico el merodear de buitres en torno a la carroña y se observó con intuición profetica el pulular de un pueblo titubeante transido por el espejismo de la muerte. Por sus calles parecen circular seres incompletos, embozados tras la verguenza de unas vidas cercenadas. Se dejan ver como sombras, de puerta en puerta a través de las calles polvorientas, guiados por una razón que no conocemos, pero que alienta ese sentido desolado de su existencia. A veces se advierten presencias presentidas, fugitivas entre los callejones; significan la persistencia de los viejos espíritus de Comala.

En Comala, con su Pedro Páramo, Rulfo creó ese caldo de cultivo del que se nutrió la posterior literatura latinoamericana, más concretamente el realismo mágico, encabezado por Gabriel García Márquez. Sin Comala no se puede entender Macondo, ni todo el universo recreado de una América que rebusca en los pliegues de su identidad, encontrándose en esa literatura que gusta analizar el porqué de la gran agonía en ese continente.

TO ROME WITH LOVE

TO ROME  WITH LOVE
Woody Allen sigue empeñado en su peregrino deambular por la vieja Europa, de la que extrae nuevas historias con fresca inspriración que, combinadas con viejos recuerdos de nuestro desván, se transforman en un néctar original en la fértil coctelera de su ingenio. Parece agotado el numen de la fuente neoyorkina, y su fantasia reclama  nutrirse con nuestra tradición más sugestiva, con la que cordialmente parece concordar. Woody frecuenta nuestros ambientes, en los que parece sentirse como pez en el agua y como el mejor facultativo ausculta el pulso de nuestro actual acontecer, haciéndose eco de nuestras arritmias y otras cardiopatías.  En cualquier caso es seguro que la sensibilidad cinematográfica de Allen esta más en consonancia con nuestro viejo cine de autor que con la insaciable maquinaria de embaucar de la industria hollywoodiense.

En A Roma con amor Allen se inmiscuye en la calles vericuetas de la populista ciudad tiberina, hasta acompasarse en el sístole y diástole de su corazón milenario.
Hasta su oído parecen haber llegado los ecos de sus remotos prosistas: las correrías satíricas   de Petronio y Apuleyo, la narrativa risueña de Bocaccio o la pícara de la Lozana Andaluza, el irónico realismo de los cuentos romanos de Moravia y de los demás autores que reescribieron su acontecer diverso; esas certeras romas, en suma, con que uno se tropieza al volver de cada esquina, a la sombra de sus monumentos, en el frenesí de sus calles invadidas de pintoresca vitalidad. Allen saborea Roma como el diletante que recién ha adquirido una pintura largo tiempo perseguida, e ilusionado se deleita en sus detalles y matices.

Si en Midnight in Paris se acerca a la ciudad del Sena con sesibilidad poética, entre elegíaca y evocadora, en A Roma con Amor lo hace con el pulso jovial y sereno de lo narrativo. Es en esa Roma donde recupera ese espíritu de cuentacuentos que, con proverbial desparpajo, tuvo también Fellini. Allen parece reencontrar en ese misterio romano que recubre sus calles la conciencia fabuladora, el potencial escénico que suscita su legendario decorado, cuya arqueología dio vida a Plauto y su modernidad a la Dolce Vita u Ocho y medio. Es felliniano el episodio de Pisanello o el de la pareja recién casada que acude a Roma desde un pueblo apartado para labrarse un porvenir; en el cantante de opera que sólo es magistral bajo la ducha, recupera la mejor comedia italiana, con el guiño propio, marca de la casa. Sólo nos encontramos con el Woody tradicional en la historia del arquitecto que regresa a Roma y que mientras vagabundea los viejos rincones del Trastevere reeecuentra y recupera su perdida juventud, aquella donde aún tiene cabida la esperanza. En A Roma con amor, en definitiva, nos muestra Allen esa Roma histriónica y pintoresquista tan mimada por el objetivo de la cámara cinematográfica, pero tras cuyo sutil telón de tramoya  farándulesca se esconde esa otra Roma profunda y aleccionadora que aun sigue cautivándonos en el recuento de sus maravillas.

CIELOS DE TOLEDO

CIELOS DE TOLEDO
La iglesia de los jesuitas de Toledo destaca, entre las maravillas diversas de la peñascosa pesadumbre de la urbe, por su edificación relativamente reciente. Debe su origen a ese impulso contrarreformista que pobló de templos ambiciosos la vieja Europa. Se enumeran varios arquitectos que la hicieron posible; a resaltar, en sus orígenes, el constructor de la catedral, Juan Bautista Monegro.
Como digo, las iglesias de los jesuitas descuellan en Europa por la amplitud de sus plantas de cruz latina, casi siempre basilícales, por el lujo de sus capillas, presididas por brillantes retablos, y por las imponentes y luminosas cúpulas que se elevan sobre el crucero. Bastarían los ejemplos del Gesú, en Roma, I Gesuati, en Venecia, y los numerosos ejemplos que se pueden encontrar en tantas ciudades europeas de mayor o menor rango..
En la toledana, la amplitud y luminosidad de sus naves me recuerdan los templos palladianos de Venecia, en los que se nos revela esa nueva espiritualidad que se vivía durante esos prolegómenos de la modernidad.

Los jesuitas de Toledo comparten muchos aspectos de sus hermanas mayores o menores de España y Europa; en la ciudad de  Toledo el templo destaca por sus dimesiones inhabituales. Se ubica a medio camino entre el Zocodover y la judería, sobre una pequeña plaza en la que descubre su espléndida fachada. Llama la atención por su trazado moderno, discrepante entre los muchos templos seculares que salplican el mapa toledano. Por ejemplo, colinda con San Román, con sus importantes vestigios del arte visigótico y muestra especial contraste si se lo compara con los no muy distantes ejemplos que se erigen en la calle Santo Tomé, donde aflora ese mudéjar característico.

Llama, pues, primordialmente la ateción de su fachada su carácter monumental  y sus imponentes torres laterales definiéndose vigorosas sobre el azul de los cielos toledanos. Se distinguen estas torres por estar abiertas a la visita pública. Quien lo desee, tras una moderada escalada, podrá acceder a la cumbre de las torres campanario, donde le esperan algunas de la vistas más interesantes e impactantes de Toledo.
Dejando arrastrar la mirada por el tupido entramado de los tejados de la ciudad, como diablo cojuelo, uno siente la tentación de curiosear en ese palpitante pulular que se esconde bajo la ocre arcilla y penetrar sus más íntimos secretos. La visión desde esos oteros privilegiados es incomparable: bajo los tejados se adivina el trazado de las calles, en un laberinto indescifrable que preserva sus ricos tesoros y el sosegado discurrir de su vivencia. En cada punto de la rosa de los vientos nos reclama una maravilla: San Juan de los Reyes, a nuestra derecha; al frente, la Catedral primada; el Alcázar, a mano izquierda; a nuestras espaldas, la puerta de Bisagra y el hospital de Afuera; y finalmente, atisbando en lontananza, de un lado la Vega, dividida por el trazado ya sereno del Tajo, y del otro, la abrupta orografía de los cerros toledanos, con sus cigarrales dispersos como oasis de civilización.
Y una cosa estremece sobre todas: el sobrecogedor silencio de ciudad varada en su historia, de ciudad entrañada en sí misma y que nos alienta, en su contemplación sosegada, a sumirnos en más trascendentes meditaciones.